El polinomio
Nunca subestimes el poder de un polinomio. Yo lo hice.
Aquel fue otro sofocante verano más. Los estertores finales de un insípido agosto, se soportaban a duras penas coleccionando cromos de La Liga o cazando zapateros en el viejo canal, a las afueras del barrio.
Pronto empezaría el nuevo curso y había que aprovechar los últimos días de vacaciones.
Nos apuntamos a la excursión que ofrecía el autobús del barrio para pasar un hermoso día de playa en Punta Umbría. Siempre llevaba mi balón, una especie de esfera ahuevada por el sol con una irreconocible imagen de Naranjito. Me chiflaban los partidos en la arena mojada de la orilla. El problema radicaba en que, esta vez, ningún amigo me acompañaba... y mis hermanos odiaban el fútbol. Estaba solo.
Tras montar la sombrilla y afianzar la vieja colcha con alfileres a su alrededor, me dispongo a dar el típico paseo de reconocimiento, absorto y totalmente entregado a mis pensamientos.
Camino sin rumbo unos pocos metros y veo una chica apoyada en las maderas del vestuario. Tiene más o menos mi edad. Una larga melena castaña me impide ver su cara. La mantiene sumergida en un mar de páginas de un manoseado libro de matemáticas. Me acerco. El aburrimiento puede con mi extrema timidez...
⎯Hola, ¿quieres jugar conmigo?
Levanta la vista y, como una daga al rojo vivo, sus sorprendidos y enormes ojos de color miel me taladran el pecho. Me dejan sin aliento.
⎯No puedo. Tengo que estudiar para septiembre. Me han quedado las mates.
Hipnotizado por su dulzura permanezco en silencio. Paralizado. Con cara de idiota. Su madre, testigo de mi calamitosa interpretación, se apiada y le da permiso.
⎯Anda Melisa, juega con este niño.
Giré entonces mi cabeza y con la justa mezcla entre perplejidad y pundonor pensé: «¿Niño? ¡Perdone! Lo que bulle en mi interior en este momento, señora, es el lamento de un adulto que aún no tiene permiso para ejercer. ¡Más respeto!». Así que defendí mi honorabilidad con un escueto y titubeante…
⎯¡Gracias señora, gracias!
El resto de la tarde fue un videoclip típico de los ochenta. Corrimos por la arena a cámara lenta, nos salpicamos con el agua y nos sentamos en la orilla con las cabezas juntas y la mirada perdida en el horizonte. Entrelazamos las manos medio enterradas en la arena y acerqué mi boca a la suya. Cerramos los ojos y… palpitamos. No hubo tiempo para más. La mano de su hermano mayor sobre mi bronceado hombro me advierte qué es hora de irse. La tarde cayó y el conductor no espera.
Me pasé todo el trayecto de vuelta enrollando y desenrollando mi cuello. Escaneando el autocar. Buscando conectar una vez más con sus ojos. Pero fue en vano. Se bajó unas paradas antes que yo, en la otra punta del barrio. Anduvo con pasos cortos para enlentecer la marcha y quedar algo rezagada de su madre. Entonces lo hizo. Se apartó la melena con disimulo y me miró. Su ruborizada sonrisa me dijo todo lo que necesitaba saber, mientras retomaba su camino y se alejaba calle abajo.
Llegué a mi habitación y un contenido suspiro dejó sin aire el edificio. Tenía que volver a verla.
Recordé que teníamos un amigo común. Lo involucré sin pensarlo. Sería un emisario perfecto. Debía entregarle una carta que le escribí en una cuartilla de dos rayas, arrancada de mi demacrado cuaderno Guerrero. La invitaba a salir con letra cursi y libre de faltas. Plegada con esmero, la introduje en un sobre de propaganda que supe camuflar con pegatinas de animalitos, decoraradas con un sinfín de rotuladores Potombo.
Me contestó de inmediato. Estaría encantada.
Engalanado con mi mejor pantalón, le cogí una camisa blanca impoluta a mi hermano mayor y vacié el bote de Varón Dandy sobre mi cabeza.
Y así salí de casa, con paso firme, hacia mi primer beso.
Las siete y media de la tarde frente a la tienda de ropa, en los nuevos comerciales, al final del barrio. En mi bolsillo varias pagas que fui reservando para un balón de reglamento al que eché el ojo en el quiosco de la prensa. ¡Qué demonios! ¿Acaso la ocasión no lo merecía?
Planeo con cautela cada movimiento. Primero la invitaré a un helado de Tutti Frutti en la cafetería de los recreativos. Después, un agradable paseo para llegar al cine con la hora justa. Las butacas delanteras ya estarán ocupadas, así que nos colocaremos en la parte de atrás. Allí esperaré con impaciencia. Cuando Danny Zuko se siente en el columpio y le llore a Sandy... Ese será mi momento.
Un inoportuno y tintineante Casio me devuelve de un golpe a la realidad. Parece que se retrasa. Son casi las nueve.
He recorrido un millón de veces el escaparate de la tienda de ropa. He memorizado el precio y las tallas de todos los sujetadores.
El sol, mi único testigo, ya sólo es una pelota roja que trata de ocultarse detrás de los últimos bloques del barrio. A lo lejos, la carrera de mi amigo, el fiel emisario, me hace presagiar lo peor.
⎯¡Tío, no va a venir! ¡No va a venir! ¡Tiene mañana el examen de mates y su madre no la deja!
El verano se fue con Melisa aquel atardecer. En esa misma esquina, frente a la tienda de ropa. Con el tintineo del reloj. Con aquel suspiro en la habitación. Con mi primer beso.
Nunca subestimes el poder de un polinomio. Yo lo hice. Y lo único que conseguí fue un balón de reglamento nuevo.
Aquel fue otro sofocante verano más. Los estertores finales de un insípido agosto, se soportaban a duras penas coleccionando cromos de La Liga o cazando zapateros en el viejo canal, a las afueras del barrio.
Pronto empezaría el nuevo curso y había que aprovechar los últimos días de vacaciones.
Nos apuntamos a la excursión que ofrecía el autobús del barrio para pasar un hermoso día de playa en Punta Umbría. Siempre llevaba mi balón, una especie de esfera ahuevada por el sol con una irreconocible imagen de Naranjito. Me chiflaban los partidos en la arena mojada de la orilla. El problema radicaba en que, esta vez, ningún amigo me acompañaba... y mis hermanos odiaban el fútbol. Estaba solo.
Tras montar la sombrilla y afianzar la vieja colcha con alfileres a su alrededor, me dispongo a dar el típico paseo de reconocimiento, absorto y totalmente entregado a mis pensamientos.
Camino sin rumbo unos pocos metros y veo una chica apoyada en las maderas del vestuario. Tiene más o menos mi edad. Una larga melena castaña me impide ver su cara. La mantiene sumergida en un mar de páginas de un manoseado libro de matemáticas. Me acerco. El aburrimiento puede con mi extrema timidez...
⎯Hola, ¿quieres jugar conmigo?
Levanta la vista y, como una daga al rojo vivo, sus sorprendidos y enormes ojos de color miel me taladran el pecho. Me dejan sin aliento.
⎯No puedo. Tengo que estudiar para septiembre. Me han quedado las mates.
Hipnotizado por su dulzura permanezco en silencio. Paralizado. Con cara de idiota. Su madre, testigo de mi calamitosa interpretación, se apiada y le da permiso.
⎯Anda Melisa, juega con este niño.
Giré entonces mi cabeza y con la justa mezcla entre perplejidad y pundonor pensé: «¿Niño? ¡Perdone! Lo que bulle en mi interior en este momento, señora, es el lamento de un adulto que aún no tiene permiso para ejercer. ¡Más respeto!». Así que defendí mi honorabilidad con un escueto y titubeante…
⎯¡Gracias señora, gracias!
El resto de la tarde fue un videoclip típico de los ochenta. Corrimos por la arena a cámara lenta, nos salpicamos con el agua y nos sentamos en la orilla con las cabezas juntas y la mirada perdida en el horizonte. Entrelazamos las manos medio enterradas en la arena y acerqué mi boca a la suya. Cerramos los ojos y… palpitamos. No hubo tiempo para más. La mano de su hermano mayor sobre mi bronceado hombro me advierte qué es hora de irse. La tarde cayó y el conductor no espera.
Me pasé todo el trayecto de vuelta enrollando y desenrollando mi cuello. Escaneando el autocar. Buscando conectar una vez más con sus ojos. Pero fue en vano. Se bajó unas paradas antes que yo, en la otra punta del barrio. Anduvo con pasos cortos para enlentecer la marcha y quedar algo rezagada de su madre. Entonces lo hizo. Se apartó la melena con disimulo y me miró. Su ruborizada sonrisa me dijo todo lo que necesitaba saber, mientras retomaba su camino y se alejaba calle abajo.
Llegué a mi habitación y un contenido suspiro dejó sin aire el edificio. Tenía que volver a verla.
Recordé que teníamos un amigo común. Lo involucré sin pensarlo. Sería un emisario perfecto. Debía entregarle una carta que le escribí en una cuartilla de dos rayas, arrancada de mi demacrado cuaderno Guerrero. La invitaba a salir con letra cursi y libre de faltas. Plegada con esmero, la introduje en un sobre de propaganda que supe camuflar con pegatinas de animalitos, decoraradas con un sinfín de rotuladores Potombo.
Me contestó de inmediato. Estaría encantada.
Engalanado con mi mejor pantalón, le cogí una camisa blanca impoluta a mi hermano mayor y vacié el bote de Varón Dandy sobre mi cabeza.
Y así salí de casa, con paso firme, hacia mi primer beso.
Las siete y media de la tarde frente a la tienda de ropa, en los nuevos comerciales, al final del barrio. En mi bolsillo varias pagas que fui reservando para un balón de reglamento al que eché el ojo en el quiosco de la prensa. ¡Qué demonios! ¿Acaso la ocasión no lo merecía?
Planeo con cautela cada movimiento. Primero la invitaré a un helado de Tutti Frutti en la cafetería de los recreativos. Después, un agradable paseo para llegar al cine con la hora justa. Las butacas delanteras ya estarán ocupadas, así que nos colocaremos en la parte de atrás. Allí esperaré con impaciencia. Cuando Danny Zuko se siente en el columpio y le llore a Sandy... Ese será mi momento.
Un inoportuno y tintineante Casio me devuelve de un golpe a la realidad. Parece que se retrasa. Son casi las nueve.
He recorrido un millón de veces el escaparate de la tienda de ropa. He memorizado el precio y las tallas de todos los sujetadores.
El sol, mi único testigo, ya sólo es una pelota roja que trata de ocultarse detrás de los últimos bloques del barrio. A lo lejos, la carrera de mi amigo, el fiel emisario, me hace presagiar lo peor.
⎯¡Tío, no va a venir! ¡No va a venir! ¡Tiene mañana el examen de mates y su madre no la deja!
El verano se fue con Melisa aquel atardecer. En esa misma esquina, frente a la tienda de ropa. Con el tintineo del reloj. Con aquel suspiro en la habitación. Con mi primer beso.
Nunca subestimes el poder de un polinomio. Yo lo hice. Y lo único que conseguí fue un balón de reglamento nuevo.
Tan tierno y hermoso, como la primera vez que lo leí.
ResponderEliminarMil gracias. Una vez más.
EliminarRomanticismo puro e inocente. Me encanta.
ResponderEliminar¡Grandes virtudes esas! Gracias por tus palabras.
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