El tornado
Mi madre siempre tiene razón. Daba igual que yo estuviera más tiempo en el despacho del director que en clase. Daba igual que suspendiera hasta el recreo. Daba igual que la mayoría de los profesores le dijeran que mejor aprendiera un oficio, que en el último examen no acerté ni la fecha... Ella siempre pensó que podía aspirar a algo más.
Un día amanecimos con la noticia en la radio de la proximidad de una especie de tornado. Aconsejaban no salir de casa por vientos de más de 180 Km/h, seguido de lluvias torrenciales. El patio de vecinos estaba más agitado que de costumbre. Todos hablaban de lo mismo. Cundía el pánico. No en vano se trataba de uno de los fenómenos atmosféricos más devastadores de la Tierra. Una catástrofe en potencia. Un cataclismo. La hecatombe. ¿Y qué hacía mi madre mientras tanto..? Pues ponerme mis botas de agua amarillas, mi chubasquero de plástico rojo y mandarme al cole detrás de un paraguas estampado con el dibujo de Ruy el pequeño Cid.
No había ni un alma por la calle. Apenas chispeaba y un airecillo suave levantaba, del húmedo albero del jardín, las hojas que el otoño olvidó. De momento poco más. Incluso los rayos de sol se asomaban con timidez entre las nubes.
Llegué al cole pisando cada uno de los charcos que se cruzaban en mi camino. Miraba con cautela cada esquina que doblaba, no quería que los vientos ciclónicos me sorprendieran y me arrastrasen hasta el quinto infierno. Nada. Todo desierto. Como si de una escena sacada de una apocalipsis zombi se tratara, entré en el colegio. Un páramo más. Caminé con sigilo por los pasillos hasta llegar a mi clase. Deshabitada. Sólo el sonido de la cremallera del chubasquero osaba perturbar su silencio. Me senté en mi silla y permanecí allí durante diez minutos, tal vez quince, balanceando las piernas y sacándome los mocos. Revisando los quebrados que decoraban la pizarra desde la clase de permanencia de la tarde anterior.
Oigo pasos. Puertas que se abren y después se cierran. Comprueban las aulas. Un profesor irrumpe bruscamente en mi fantasmagórica quietud y con enorme sorpresa me interroga:
⎯¡Niño..! ¡¿pero tú qué haces aquí..?!
⎯Nada, mi madre… que me ha mandado.
Ahora llueve. Cada vez que llueve me acuerdo de aquel día. De que el tornado nunca llegó. De que pude aspirar a algo más. De que mi madre siempre tiene razón.
Un día amanecimos con la noticia en la radio de la proximidad de una especie de tornado. Aconsejaban no salir de casa por vientos de más de 180 Km/h, seguido de lluvias torrenciales. El patio de vecinos estaba más agitado que de costumbre. Todos hablaban de lo mismo. Cundía el pánico. No en vano se trataba de uno de los fenómenos atmosféricos más devastadores de la Tierra. Una catástrofe en potencia. Un cataclismo. La hecatombe. ¿Y qué hacía mi madre mientras tanto..? Pues ponerme mis botas de agua amarillas, mi chubasquero de plástico rojo y mandarme al cole detrás de un paraguas estampado con el dibujo de Ruy el pequeño Cid.
No había ni un alma por la calle. Apenas chispeaba y un airecillo suave levantaba, del húmedo albero del jardín, las hojas que el otoño olvidó. De momento poco más. Incluso los rayos de sol se asomaban con timidez entre las nubes.
Llegué al cole pisando cada uno de los charcos que se cruzaban en mi camino. Miraba con cautela cada esquina que doblaba, no quería que los vientos ciclónicos me sorprendieran y me arrastrasen hasta el quinto infierno. Nada. Todo desierto. Como si de una escena sacada de una apocalipsis zombi se tratara, entré en el colegio. Un páramo más. Caminé con sigilo por los pasillos hasta llegar a mi clase. Deshabitada. Sólo el sonido de la cremallera del chubasquero osaba perturbar su silencio. Me senté en mi silla y permanecí allí durante diez minutos, tal vez quince, balanceando las piernas y sacándome los mocos. Revisando los quebrados que decoraban la pizarra desde la clase de permanencia de la tarde anterior.
Oigo pasos. Puertas que se abren y después se cierran. Comprueban las aulas. Un profesor irrumpe bruscamente en mi fantasmagórica quietud y con enorme sorpresa me interroga:
⎯¡Niño..! ¡¿pero tú qué haces aquí..?!
⎯Nada, mi madre… que me ha mandado.
Ahora llueve. Cada vez que llueve me acuerdo de aquel día. De que el tornado nunca llegó. De que pude aspirar a algo más. De que mi madre siempre tiene razón.
Madre sólo hay una y siempre tiene razon. Te quiero Mamá.
ResponderEliminarEl Evangelio.
Eliminar