La bicicleta



    Cuaderno de bitácora: en Trigueros, Huelva. Pasan tres horas del mediodía del Jueves 12 de agosto, año de nuestro señor de 1984.

     En el viejo alpende, el potaje, el gazpacho majao y lo angosto de la caldeada uralita están causando estragos. Piden, más bien exigen, la siesta que merecen.

     La casa de mi tía tiene tres habitaciones corridas a modo de dormitorio de orfanato. Alberga las camas de mis cuatro primos y las improvisadas colchonetas para mis dos hermanos y yo. En una habitación contigua duermen mi tía y mi madre. Al final del pasillo, custodiando la entrada principal, tiene su sagrado templo mi abuela. La parte trasera se abre hacia el corral. Tiene dos niveles, en el más alto hay tres galgos, un gato y varias gallinas. Junto a éstas, apoyada sobre la descascarillada cal, hay una orza con agua y una reluciente bicicleta con concisas instrucciones que mi primo se ha encargado de transmitir de manera contundente:

     ⎯¡Enano..! ¡Si te veo mirarla, te corto los huevos!


     Su merecida fama de matón y tres cumpleaños de ventaja, deberían haber bastado para amedrentarme. Nada más lejos de la realidad. ¡Vive dios que esa bicicleta prueba mi sevillano culo!

     Todo se tuerce cuando me ubican en la última cama, al fondo del dormitorio y lejos de la puerta. No obstante, el efecto somnífero de los garbanzos y los cuarenta grados a la sombra se ponen de mi parte. En pocos minutos todos duermen. El colchón, relleno de trapos, te revienta la espalda, pero apenas hace ruido al levantarme. Con un pequeño escorzo evito la colchoneta de mi hermano mayor. Camino con sigilo entre mis primos sin quitar la vista del belicoso ciclista, el que más me preocupa. Veo como una sutil babilla atraviesa su mejilla y avanzo. Mi hermano pequeño abre un ojo. Teme por mi integridad y quiere detenerme. Con un guiño lo tranquilizo. La cerradura que me muestra el patio es un FAC con cuatro pasadores de acero y llave dentada de varias vueltas. No hay problema. Sincronizo cada vuelta con los ronquidos de mi abuela y, pensando en la reentrada, trabo la puerta desde fuera con un macetón de yerbabuena.

     Los galgos siguen echados, apenas se inmutan. Uno bosteza. A duras penas me abro paso entre ellos, aparto las gallinas y accedo hasta la bicicleta. Me quedo unos segundos allí, quieto, mirándola. No tiene frenos y aun así se yergue desafiante, resplandeciendo entre las bestias, limpia y recién pintada por las mismísimas manos de mi primo.

     Me monto en el diabólico biciclo y salgo con torpeza por la puerta trasera. El asiento está alto. La pintura nueva ha sellado el regulador y no consigo moverlo. El carro viejo del vecino me muestra la solución, tomo prestado el ladrillo que atranca la rueda y golpeo con insistencia el sillín. Alcanzo a inclinarlo lo suficiente para conseguir una postura límite que me otorga la ventajosa aerodinámica que necesito. Trigueros se me queda pequeño.

     La suela de caucho de mis zapatillas azules de la tórtola, apenas una fina y perforada lámina, transmite inmisericorde la temperatura de cada frenada a la piel de mi desnudo pie. Demasiado calor. Tanto, que me obliga a detenerme en una obra junto a un achacoso lagar.

     En un lateral, sobre un montículo de arena, descubro un bidón de 200 litros lleno de agua. Con una tabla aparto las avispas de la superficie y me sumerjo en su recalentado líquido. El continuo chapoteo de mi regocijo forma en el suelo un espeso barro que mezcla la arena y los restos de cemento.

     ¡Motocroooss!

     Salto, giro, derrapo y caigo. Una y otra vez. Mil veces. Hasta que apenas se reconoce la pintura original. En la penúltima acrobacia se sale la cadena y me doy de bruces contra el portón de madera. Las manos no llegan a tiempo y mis dientes lo saben. Desde mi nueva perspectiva lo veo. Un clavo enorme atraviesa la recién estrenada rueda trasera. El sabor metálico de mi boca me indica que va siendo hora de regresar.

     Demasiado justo. A cuestas con un quintal y medio de chatarra, cada metro parece eterno. No llego. Los galgos lo barruntan. No dejan de mirarme mientras me quito el barro con el agua de la orza. Abandono la bicicleta sobre la misma pared. No puedo limpiarla. No hay tiempo. Mi abuela se acaba de levantar. Pronto le seguirán los demás. Se dirige hacia aquí, al patio. Ha dejado descubierta la entrada delantera. La única alternativa. Sin dudarlo trepo hasta la cubierta que hay junto a la azotea. Las tejas se mueven y crujen a cada paso, pero cruzo hasta la fachada principal sin demasiado esfuerzo . Me deslizo por ella  y, ayudándome con la verja, entro en la casa. Vuelo por el pasillo. Mi abuela continua avanzando, se distrae al recolocar el macetón de yerbabuena. En ese preciso instante, atravieso el dormitorio de mis primos y salto de nuevo al colchón.

     Mi tía entra.

     ⎯¡Venga, a merendar dormilones! ¡Qué después no hay quién os acueste!

     «¡Uff, por poco!», pensé con cierto alivio, aunque era sabedor de que lo peor estaba por llegar.

     Salimos al patio. No me aparto de mis hermanos. Mi primo permanece estupefacto escudriñando ese amasijo de hierros que ocupa el lugar dónde dejó su amada bicicleta. Intenta reconocerla. No lo consigue. Se gira hacia mí. Está seguro que he tenido algo que ver, pero no puede probarlo. Se acerca con los ojos inyectados en sangre y apretando los puños. Me atrinchero detrás de mi hermano mayor. Le jalo de la camisa con una mano mientras con la otra derrito la desamparada onza de chocolate que yace sobre una gruesa rebanada de pan. Cual culebra erguida esquivo el primer manotazo. Mi hermano pequeño, fiel cómplice, mira hacia el alpende aguardando el milagro. Teme más que nunca por mi integridad. Es entonces cuando el olor a hornazo y café recién hecho anuncia la inminente llegada de mi tía y mi madre. Y yo, con un guiño, lo tranquilizo.

     En Trigueros, Huelva. Pasan seis horas del mediodía del Jueves 12 de agosto, año de nuestro señor de 1984.


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