Doña Anselma
Hoy hemos salvado una vida. Otra. Una familia entera vuelve a latir. Es mi trabajo. El de todo un equipo de grandes profesionales. Un eslabón más dentro de la cadena de la vida. Tenemos esa suerte. Aunque algo así nunca se vuelve rutinario. No me lo permito.
El primer año de carrera fue el más duro. Era mal estudiante. Nefasto. No tenía el ritmo de mis compañeros. Demasiadas interrupciones laborales y pocas horas de sueño habían conseguido que perdiera la inercia necesaria.
Deseaba con todas mis fuerzas ser médico de emergencias. Era casi una obsesión, llegar a liderar algún día una UVI móvil.
Pasaban los meses y no aprobaba asignatura alguna. Recuerdo el murmullo al final de clase cuando salía una nueva calificación en cualquier materia. Las publicaban en unos acristalados tablones de corcho, en los que se amontonaban decenas de cabezas ávidas de curiosidad. Yo me acercaba con la duda del brazo y barruntando malos vientos. A mitad de pasillo, en la mirada compasiva de algún compañero, se confirmaban los malos augurios. Llegué a evitar esos momentos. Me iban minando. Esperaba a que no hubiera nadie y entonces me acercaba. Pero esa táctica no modificaba el suspenso. Pasé de la rabia a la desesperanza. Y se tornó insostenible. Sin un buen expediente, no hay beca, adiós a la matrícula gratis… Mi trabajo esporádico no daba para tanto. Y por mucho que mi madre se ofreciera a ayudarme, yo no estaba dispuesto. Peligraba seriamente mi continuidad. Así no podría seguir.
¿Era ese mi sitio? ¿Llegaría algún día a ser médico? ¿Estaría capacitado para dirigir una UVI móvil..? Esta incertidumbre me taladraba el alma. Mi sueño se tornaba pesadilla con cada examen.
Por aquella época compartía piso con una chica con la que mantenía una especie de relación más o menos estable. Su vecina de abajo se llamaba Doña Anselma y era muy amiga de mi madre.
Doña Anselma ronda los ochenta años, algo rechoncha y siempre de riguroso luto. Me había visto crecer embarcando balones en su terraza, para luego correr a esconderme tras las adelfas. Le irritaba bastante, ya que la esfera de cuero viejo iba rebotando de maceta en maceta tronchando geranios, gitanillas y hortensias. A veces impactaba sobre el cristal de la ventana de la salita, interrumpiendo con gran conmoción la telenovela de sobremesa. Se asomaba furibunda y desde la distancia podíamos apreciar como el rubor iba brotando por sus mejillas, cada vez con más intensidad, hasta que confluían en dos enormes chapetas que la hacían resoplar como preparándose para embestir. Parecía un escáner esparciendo la mirada por todo el parque buscándome, y se detenía en la misma adelfa de siempre. Yo permanecía inmóvil, perfectamente camuflado entre ramas y hojas. Ella engurruñaba su entrecejo como queriendo enfocar y gritaba:
⎯¡Se lo voy a decir a tu madre! ¡Qué me has tronchado las macetas con la puñetera pelotita!
Años después, cuando me presenté como nuevo vecino y le dije quién era, se emocionó un montón. Me comía a besos cada vez que nos cruzábamos por la escalera. Me miraba con una sonrisa amable y esos pequeños ojos azules que se ponían vidriosos cuando me recordaba lo travieso que era. Siempre se despedía recordándome lo mucho que quería a a mi madre. En aquel momento no podía imaginar que aprendería más medicina con Doña Anselma que con cualquier añejo catedrático de la facultad.
El balcón del piso de mi novia era enorme y daba al parque. Salí a tomar el aire inmerso en bombas de sodio-potasio, potenciales de acción y proteínas transmembrana. Historias misteriosas de la fisiología humana. Justo antes de empezar a compadecerme, un conductor fugitivo, distraído, embistió a un ciclista sin casco que quedó inconsciente en el suelo de la acera. Permanecí inmóvil. El tiempo se detuvo. Sólo él y yo. No pude más que dudar y dudar, hasta que el runrún de la muchedumbre supo amainar mi taquicardia y traerme de vuelta. Hubo algo, no sabría explicarlo, una especie de fuerza sobrenatural más allá de las páginas del tratado de ciencias que sostenía en mi mano. Esa energía tiró de mi yo consciente escalera abajo, abriéndose paso entre cotillas, chismosos y murmuradores, hasta arrodillarlo junto al ciclista. Arriba sólo queda el rescoldo de lo que fue un curioso más. Al mismo tiempo, del cercano ambulatorio sale una doctora que empieza con los primeros auxilios. Me presento como estudiante de medicina y ofrezco mi ayuda. Permanezco sujetando con torpeza el collarín y soy testigo del traslado al hospital.
No me había escondido, cierto, pero había dudado… No reparé en lo que intenté hacer bien para ponerlo en valor. Me mortifiqué una y otra vez por haber dudado. Quizá la medicina de emergencias no era lo mío.
Aquel 25 de diciembre llegó casi sin avisar, entre toneladas de apuntes y una descafeinada Nochebuena repleta de preguntas e incertidumbre. Había planeado levantarme tarde. Pero apenas amanece, unos angustiosos golpes me sacan de la cama. Parece que vienen de abajo. Doña Anselma no contesta y su hijo, alarmado, intenta abrir la puerta con la llave equivocada. Tomo la iniciativa con más tino y la cerradura cede. Él da un paso atrás. Está petrificado. Ambos sabemos lo que podemos encontrar. Esta vez no dudo. Entro y voy directo al dormitorio.
Doña Anselma está tumbada en la cama. Parece que no respira. Pido ayuda para colocarla en el suelo y me aseguro que llaman a urgencias. Comienzo mi primer masaje cardíaco con seguridad y firmeza, dirijo y coordino a las personas que me rodean, hasta que llega la UVI móvil y la policía. Proseguimos algunos minutos más, pero no la conseguimos reanimar. El médico se gira a la familia y le comunica su fallecimiento.
Me quedé destrozado. Pensando si podía haber hecho algo más. En ese momento todos empiezan a felicitarme por mi gran labor. Los sanitarios, la policía, los vecinos. Hay como una sutil reverencia en sus miradas. La familia no deja de abrazarme y de darme las gracias. Yo no entiendo por qué. No la había podido salvar. La miraba, sólo esperaba que volvieran a brotar sus chapetas, quería escuchar su sermón una vez más por troncharle los claveles. Pero permanecía inerte ya sobre la cama.
Esa noche temí quedarme a solas con mis pensamientos. Alargué la tarde hasta que se convirtió en madrugada. Y allí escudriñé cada segundo, cada secuencia, cada palabra. En ese momento la tristeza y la frustración dejaron sitio al orgullo y al respeto, la seguridad pudo con la incertidumbre. Ya jamás dudaría. Ningún arcaico catedrático, ningún suspenso, nada ni nadie se interpondría en mi propósito. Me lo enseñó Doña Anselma. Y cuando salvamos una vida, me acuerdo de ella. Se lo debo. Por eso nunca se vuelve rutinario. No me lo permito.
El primer año de carrera fue el más duro. Era mal estudiante. Nefasto. No tenía el ritmo de mis compañeros. Demasiadas interrupciones laborales y pocas horas de sueño habían conseguido que perdiera la inercia necesaria.
Deseaba con todas mis fuerzas ser médico de emergencias. Era casi una obsesión, llegar a liderar algún día una UVI móvil.
Pasaban los meses y no aprobaba asignatura alguna. Recuerdo el murmullo al final de clase cuando salía una nueva calificación en cualquier materia. Las publicaban en unos acristalados tablones de corcho, en los que se amontonaban decenas de cabezas ávidas de curiosidad. Yo me acercaba con la duda del brazo y barruntando malos vientos. A mitad de pasillo, en la mirada compasiva de algún compañero, se confirmaban los malos augurios. Llegué a evitar esos momentos. Me iban minando. Esperaba a que no hubiera nadie y entonces me acercaba. Pero esa táctica no modificaba el suspenso. Pasé de la rabia a la desesperanza. Y se tornó insostenible. Sin un buen expediente, no hay beca, adiós a la matrícula gratis… Mi trabajo esporádico no daba para tanto. Y por mucho que mi madre se ofreciera a ayudarme, yo no estaba dispuesto. Peligraba seriamente mi continuidad. Así no podría seguir.
¿Era ese mi sitio? ¿Llegaría algún día a ser médico? ¿Estaría capacitado para dirigir una UVI móvil..? Esta incertidumbre me taladraba el alma. Mi sueño se tornaba pesadilla con cada examen.
Por aquella época compartía piso con una chica con la que mantenía una especie de relación más o menos estable. Su vecina de abajo se llamaba Doña Anselma y era muy amiga de mi madre.
Doña Anselma ronda los ochenta años, algo rechoncha y siempre de riguroso luto. Me había visto crecer embarcando balones en su terraza, para luego correr a esconderme tras las adelfas. Le irritaba bastante, ya que la esfera de cuero viejo iba rebotando de maceta en maceta tronchando geranios, gitanillas y hortensias. A veces impactaba sobre el cristal de la ventana de la salita, interrumpiendo con gran conmoción la telenovela de sobremesa. Se asomaba furibunda y desde la distancia podíamos apreciar como el rubor iba brotando por sus mejillas, cada vez con más intensidad, hasta que confluían en dos enormes chapetas que la hacían resoplar como preparándose para embestir. Parecía un escáner esparciendo la mirada por todo el parque buscándome, y se detenía en la misma adelfa de siempre. Yo permanecía inmóvil, perfectamente camuflado entre ramas y hojas. Ella engurruñaba su entrecejo como queriendo enfocar y gritaba:
⎯¡Se lo voy a decir a tu madre! ¡Qué me has tronchado las macetas con la puñetera pelotita!
Años después, cuando me presenté como nuevo vecino y le dije quién era, se emocionó un montón. Me comía a besos cada vez que nos cruzábamos por la escalera. Me miraba con una sonrisa amable y esos pequeños ojos azules que se ponían vidriosos cuando me recordaba lo travieso que era. Siempre se despedía recordándome lo mucho que quería a a mi madre. En aquel momento no podía imaginar que aprendería más medicina con Doña Anselma que con cualquier añejo catedrático de la facultad.
El balcón del piso de mi novia era enorme y daba al parque. Salí a tomar el aire inmerso en bombas de sodio-potasio, potenciales de acción y proteínas transmembrana. Historias misteriosas de la fisiología humana. Justo antes de empezar a compadecerme, un conductor fugitivo, distraído, embistió a un ciclista sin casco que quedó inconsciente en el suelo de la acera. Permanecí inmóvil. El tiempo se detuvo. Sólo él y yo. No pude más que dudar y dudar, hasta que el runrún de la muchedumbre supo amainar mi taquicardia y traerme de vuelta. Hubo algo, no sabría explicarlo, una especie de fuerza sobrenatural más allá de las páginas del tratado de ciencias que sostenía en mi mano. Esa energía tiró de mi yo consciente escalera abajo, abriéndose paso entre cotillas, chismosos y murmuradores, hasta arrodillarlo junto al ciclista. Arriba sólo queda el rescoldo de lo que fue un curioso más. Al mismo tiempo, del cercano ambulatorio sale una doctora que empieza con los primeros auxilios. Me presento como estudiante de medicina y ofrezco mi ayuda. Permanezco sujetando con torpeza el collarín y soy testigo del traslado al hospital.
No me había escondido, cierto, pero había dudado… No reparé en lo que intenté hacer bien para ponerlo en valor. Me mortifiqué una y otra vez por haber dudado. Quizá la medicina de emergencias no era lo mío.
Aquel 25 de diciembre llegó casi sin avisar, entre toneladas de apuntes y una descafeinada Nochebuena repleta de preguntas e incertidumbre. Había planeado levantarme tarde. Pero apenas amanece, unos angustiosos golpes me sacan de la cama. Parece que vienen de abajo. Doña Anselma no contesta y su hijo, alarmado, intenta abrir la puerta con la llave equivocada. Tomo la iniciativa con más tino y la cerradura cede. Él da un paso atrás. Está petrificado. Ambos sabemos lo que podemos encontrar. Esta vez no dudo. Entro y voy directo al dormitorio.
Doña Anselma está tumbada en la cama. Parece que no respira. Pido ayuda para colocarla en el suelo y me aseguro que llaman a urgencias. Comienzo mi primer masaje cardíaco con seguridad y firmeza, dirijo y coordino a las personas que me rodean, hasta que llega la UVI móvil y la policía. Proseguimos algunos minutos más, pero no la conseguimos reanimar. El médico se gira a la familia y le comunica su fallecimiento.
Me quedé destrozado. Pensando si podía haber hecho algo más. En ese momento todos empiezan a felicitarme por mi gran labor. Los sanitarios, la policía, los vecinos. Hay como una sutil reverencia en sus miradas. La familia no deja de abrazarme y de darme las gracias. Yo no entiendo por qué. No la había podido salvar. La miraba, sólo esperaba que volvieran a brotar sus chapetas, quería escuchar su sermón una vez más por troncharle los claveles. Pero permanecía inerte ya sobre la cama.
Esa noche temí quedarme a solas con mis pensamientos. Alargué la tarde hasta que se convirtió en madrugada. Y allí escudriñé cada segundo, cada secuencia, cada palabra. En ese momento la tristeza y la frustración dejaron sitio al orgullo y al respeto, la seguridad pudo con la incertidumbre. Ya jamás dudaría. Ningún arcaico catedrático, ningún suspenso, nada ni nadie se interpondría en mi propósito. Me lo enseñó Doña Anselma. Y cuando salvamos una vida, me acuerdo de ella. Se lo debo. Por eso nunca se vuelve rutinario. No me lo permito.
Increíblemente emotiva y base para una gran motivación. Me enorgullece tenerte como hermano.
ResponderEliminar¡Gracias hermano! Lo mismo te digo. ¡Orgulloso!
EliminarLa Humanidad no se aprende en los libros; es una larga carrera que estudiamos día a día. Tu, mi querido Hermano, a tu "corta" edad puedes presumir de ser Cum Laude ya en Humanidad.
ResponderEliminarMuchas gracias. Creo que si uno no se rodea de personas extraordinarias, difícilmente lo consigue. Por aquello del espejo... y tu sabes bien lo que me gusta mirame al espejo.
Eliminar