El monopatín



     Estamos de servicio en la UVI móvil. Suena el teléfono. Nuevo aviso. Un niño de nueve años ha sufrido un traumatismo craneoencefálico tras caerse de un columpio en el parque. Volamos hasta el lugar. Allí se encuentran ya varias patrullas de la policía local y una ambulancia de soporte vital básico, que pasaba por casualidad. De la consulta del centro de salud cercano ha salido un médico que ya atiende al niño. Las vecinas de cabecera sostienen a la desvanecida madre, mientras la abanican con la carta de helados del quiosco donde tomaban café. Al padre lo intentan sujetar entre dos policías, grita qué quiere denunciar al ayuntamiento.

     Por fin accedemos al accidentado. Está llorando. Le han puesto un collarín cervical que le molesta más que la erosión que tiene en su rodilla. Un pequeño chichón en la frente es el único indicio que justifica su llanto. Aplicamos la escala de coma de Glasgow para medir el nivel de conciencia del niño. Es alto. Máximo. Quince puntos de quince posibles. La exploración neurológica también es
normal. Todo en él es normal, hasta el susto que se está llevando al ver tanto uniforme a su alrededor.

     Hablo con los padres para conocer más detalles y tranquilizarlos:

      ⎯¡Hola soy el médico de guardia! ¿Pueden explicarme qué ha ocurrido?

     ⎯¡Mire usted, el niño estaba en ese columpio y se le soltó una mano… se ha pegado un golpe contra el suelo qué es qué, vamos… yo me muero! ¡eh! ¡ME MUERO!

     ⎯Bueno, tranquila señora… Su hijo sólo tiene un pequeño golpe en la frente. La altura de la caída es mínima y además el suelo está acolchado. No tiene importancia. Le hemos limpiado la herida y está más tranquilo.

     ⎯¡No doctor, de eso nada! ¡Os lo lleváis ahora mismo en la ambulancia para que le hagan un TAC y le saquen sangre! ⎯Me interrumpe un iracundo padre con varias vecinas de cabecera como fiel acompañamiento coral.

     ⎯Yo también me quedo más tranquila si vamos al hospital, doctor. ⎯Añade la madre, que empieza a sentir los efectos del tranquilizante ingerido por gentileza del bolso botica de Emilia, la del segundo b.

     El niño, que lo está escuchando todo, me mira con ojos de carnero degollado. Me pide clemencia. Quiere seguir jugando. Y esa mirada es lo único coherente que veo. 

     Mis nueve años, por fortuna, fueron algo distintos.

     Tenía un amigo bastante cabrón con su nuevo monopatín. Un flamante Sancheski naranja de plástico duro. Le pedía, con mucha insistencia y poco éxito, que se dignara a prestármelo tan sólo cinco minutos.

     ⎯¡Cabeza, déjame una vuelta!

     ⎯Paso.

     ⎯No seas mamón, tío… ¡La señorita Maite nos dijo en catequesis qué había que compartir! 

     ⎯¡Qué no killo, cómprate uno!

     ⎯¡Si no tengo dinero!

     ⎯¡Pues se lo pides a los Reyes!

     Prefería arder en los infiernos antes de verme sobre su juguete.

      Los Reyes Magos pensaron que no era buena idea que me rompiera un brazo con lo mal que me iba el curso. Así que saltar a la comba, partir maderas con el Big Jim y los Juegos Reunidos Geyper dieron paso a un febrero algo más ajetreado.

      Aquella fría mañana me desperté antes que mi madre se levantara. Un quemazón en mi costado derecho no me había dejado dormir en toda la noche. Tenía náuseas y muy mal cuerpo. Me acerqué a su dormitorio y se lo dije:

     ⎯Mamá. No me encuentro bien.
 
     ⎯A ver… Pues fiebre no tienes. ⎯Me replica poniendo su mano sobre mi frente.

     ⎯¿No será qué no quieres ir al colegio? ⎯Continúa, mientras me pellizca la mejilla.

      Sus sospechas estaban más que justificadas. No en vano una clínica similar solía aparecer antes de cada examen de matemáticas. Cosas de polinomios. Además, si una amenaza de tornado no fue suficiente para dejarme en casa, unas pequeñas molestias no iban a frenarla.

     Nada más entrar en el colegio tuve que detenerme detrás del gimnasio para vomitar. Pálido como la cera, con las manos heladas y doblado sobre mi costado derecho, conseguí llegar a la clase de educación física. Don Antonio me da la primera alegría de la mañana.

      ⎯¡Bien niños! Hoy vamos a realizar el test de Cooper, a ver cuánta distancia sois capaces de recorrer en doce minutos corriendo. ¡El qué no llegue a dos kilómetros suspende!

      ⎯Don Antonio. Me duele el costado. Y acabo de vom…

      ⎯¡Anda niño! ¡Ponte en la fila, qué eso es del frío! ⎯Me interrumpe bruscamente, mientras continua coqueteando con la becaria que viene de San Juan Bosco.

     Comenzamos a correr alrededor de la pista. Cada paso que doy es una puñalada en la barriga que hace que me doble aún más sobre el costado. No puedo completar la primera vuelta. Me abrazo al poste de acero donde suelen atar la red de voleibol y me desplomo. La becaria se percata y se lo comenta a Don Antonio, que saca su hocico del canalillo de la joven y se acerca a verme.

      ⎯¡Juan, chiquillo! ¡Estás ardiendo!

      ⎯No me encuentro bien, don Antonio… se lo estoy diciendo.

      ⎯¡Anda, anda! Vete al despacho del director que te vea. ¡Qué blanditos son estos niños!

      El despacho del director era también el botiquín, la enfermería y el lugar de triage. Te sentabas en un banco de madera con otros niños y esperabas a que te clasificaran.

      ⎯A ver niño… ¿Y a ti qué te pasa hoy? ¿Ya la has vuelto a liar en clase?

      ⎯¡Qué no Don Juan, qué estoy malo y me ha mandado para acá don Antonio!

      ⎯¿Malo? Anda ven… y quita de ahí, que Julito tiene piojos.

     Me ponía su mano sobre la barriga como si de un ecógrafo se tratase y continuaba…


     ⎯Tienes fiebre alta, Juan. Vete para casa y di a tu madre que te lleve al médico.

      La vuelta a casa es dura. Apenas puedo caminar. Me arrastro. Mi madre está comprando los mandaos, así que me siento en el portal y espero. Mi vecina Flores me encuentra.

     ⎯Juan, ¿Qué te pasa cariño? ¡Qué mala cara tienes! Vente conmigo que voy a buscar a tu madre.

     Mi madre llega enseguida. La vecina realiza la transferencia como Dios manda:

     ⎯Carmen hija, me lo he encontrado en el portal doblado como una alcayata y blanco como la leche. Le he dado una manzanilla y parece que le ha sentado bien.

     ⎯Si vecina. Esta mañana no andaba muy católico… estaba maluscón.

     Permanezco en observación domiciliaria toda la tarde. Me como un yogur blanco y lo vomito junto a la manzanilla, la media tostada del desayuno y las seis últimas cenas.

     ⎯Nos vamos a tener que acercar al ambulatorio, cariño, tienes mucha fiebre. ⎯Me intenta tranquilizar mi madre, mientras cambia el trapo húmedo de mi frente.

     El dolor es tan intenso que no puedo caminar. Mi madre me toma en sus brazos y baja las escaleras de las cuatro plantas conmigo a cuestas. Ya en la calle, un vecino que acaba de finalizar su jornada laboral, se ofrece para acercarnos en coche.

     En el ambulatorio vomito una vez más. El médico me explora. Parece que es una apendicitis aguda. Deben llevarme sin demora a un hospital.

     Ya es noche cerrada. Nada más entrar por urgencias se dan cuenta de la gravedad. Las pruebas confirman la apendicitis. Hay perforación y alta sospecha de peritonitis. Es grave. Hay que operar de inmediato.



 
     En aquella época operar era sinónimo de rajar. Nada de modernos láseres, laparotomías o cursiladas de ese estilo. No. ¡Te ibas a casa con un gran costurón! Y una larga y dolorosa recuperación.

     A la semana me dieron el alta domiciliaria con instrucciones precisas. Mi madre no me dejaría salir a la calle hasta que la herida cicatrizara por completo. Era una época sin equipos de emergencias móviles. Así que la prevención solía funcionar.

     Si te subías a un árbol te decían «¡te vas a caer y vas a cobrar encima!». Aun así, trepabas hasta lo más alto. Agarrabas la rama equivocada y te precipitabas contra el suelo. Abajo te esperaba una placa de hormigón con restos de hierros retorcidos, de lo que no hacía mucho era un banco de forja.

     El traumatismo craneoencefálico por aquel entonces se denominaba piñazo, ostiazo o leñazo. Los había de dos tipos: Sin brecha. Tu madre te sacudía la ropa, te limpiaba los mocos y te daba un cogotazo en el mismo lado que te subía varios puntos el Glasgow. Cuando era con brecha, también cobrabas, pero había que ir a la Casa Socorro y perder la tarde.

     El cuarto día después del alta médica me supe ganar la confianza de mi madre, ayudándola en las tareas matutinas. Quería que viera que la herida se estaba cerrando sin problemas. Necesitaba salir un rato a jugar en la calle. Un día sin calle era un día perdido. Ella no lo veía claro. Demasiado pronto. El susto todavía perduraba en el ambiente.

     Finalmente conseguí que recapacitara y la convencí. Me dejó bajar.

     Tenía un plan. Buscaría al cabrón de mi amigo, el del monopatín, e intentaría aprovecharme de mi convalecencia. Quizá dándole pena me dejaría dar una vuelta.

     No tardé en encontrarlo. En el parque, detrás del quiosco de Mari, donde nos reuníamos normalmente para cambiar cromos y criticar al primero que se recogía.

     ⎯¿Qué haces cabeza? ⎯Le sorprendo mientras limpia los cojinetes del patín.

     ⎯¡Hombre Juan! ¿Ya te has curado? ⎯Me replica sin mucha ilusión.

     ⎯Sí, más o menos… ¿Me dejas dar una vuelta en el monopatín? Es para ver como respondo con el ejercicio.

     ⎯Paso. Realiza mejor el test de Cooper… ¡Ja,ja,ja!

      ¡Maldito gilipollas! Me dio tanto coraje que, en un estremecedor alarde de improvisación, no se me ocurre otra cosa que tirarme al suelo y fingir una hemorragia masiva:

     ⎯¡Ahhhh..! ¡La herida, la herida… se me ha abierto la herida!

     Se quedó blanco como la espuma. Los ojos se salían de sus órbitas y comenzó a dar arcadas.

     Soltó el monopatín y salió corriendo.

     ¡Magistral interpretación! Ahora sí. Lo había conseguido. El Cabeza se alejaba como alma que lleva el diablo. Me subí al Sancheski y cabalgué sintiendo la brisa hibernal de aquel bendito febrero, sobre mi resucitado y dichoso rostro. Serpenteé entre los coches como un surfista lo hace sobre las olas. Juraría haber escuchado a los mismísimos Beach Boys alentando mi travesura. ¡Era libre!

      No sabía que mi poseído amigo se estaba dedicando a llamar a todos los timbres, desgañitándose  en un angustioso alarido…

      ⎯¡Qué se desangra, que se desangra! ¡A Juan se le ha abierto la herida!

      Me dirigí a casa preparando la entrada triunfal. Y, al doblar la última esquina que me mostraba la calle, me encontré a todo el vecindario corriendo en mi búsqueda. Portaban toallas, trapos y botes con agua oxigenada y Mercromina. Un Seat 1500 con sábanas blancas permanecía a ralentí, con las puertas de par en par para un traslado de emergencia. Mi madre había bajado las cuatro plantas sin tocar los escalones.

     Cuando me vieron llegar sano y salvo, entre todos, me ajustaron el Glasgow.

     Mientras tanto, miro a mi madre con ojos de carnero degollado. Pidiendo clemencia por seguir jugando. Y esa mirada es lo único coherente que ve.

 

Comentarios

  1. Que diferencia de generaciones. Una gran y simpática historia, a pesar de la Apendicitis.

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    1. Toda la razón. Mucha diferencia para tan poco tiempo. Demasiada. Mil Gracias.

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  2. ...y con el tiempo un estilizado monopatín Amaya cayó bajo sus pies.La de rodilleras y coderas que su Madre ( y la mia) tuvo que coser...
    Éramos de otra generación; una que perdurará mientras personas como tú nos lo recuerden con estos relatos.
    ¡Grande!

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    1. Jajajaja... El monopatín Amaya también era de otra generación. ¡No se rompía ni cuando le pasaban los coches por encima! Gracias hermano, un beso.

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