La chica del café
No recuerdo el momento exacto en el que dejé de ser niño y comencé a ser hombre. Hay quien dice que se produce de forma gradual. Un proceso adaptativo. Puede que evolutivo. A mi me gusta pensar que más bien se trata de un fenómeno sumatorio. Te vas recargando de pólvora hormonal hasta que la chispa adecuada te hace volar por los aires.
Fui el primero de mis amigos en besar a una chica cuando aún le escribía cartas a los Reyes Magos. No recuerdo haber pedido nunca nada de eso. A finales de cada noviembre, con la llegada del frío otoñal, mis hermanos y yo nos sentábamos alrededor del brasero. Desplegábamos sobre la mesa camilla el catálogo oficial de equipos y complementos de Geyperman y contábamos cada día, hora, minuto y segundo que faltaban para el bendito seis de enero. No. Ningún beso podía competir con eso.
―¡Yo este año me pido el oficial alemán!
―¿Seguro? ¿No prefieres al paracaidista de los Diablos Rojos? ¿O al cadete de West Point?
―No, ese no… A ver, lee otra vez que trae el soldado australiano…
―Guerrera, pantalón, botas, cinturón, machete, funda, seis granadas…
―¡Ese, ese… No sigas!
La pequeña Enma iba corriendo a todos lados. No me dejaba ni a sol ni a sombra. Bajaba a la calle media hora antes que el resto de mis amigos. Y nunca supe esconderme. Un buen día nos cansamos de echar carreras. Yo odiaba jugar al elástico y me negaba a dar palmadas a los cromos para descubrir cervatillos y esquimales sonrientes. Así que nos metimos en un portal y nos besamos. La intención era recrear a Bogart y Bergman en Casablanca, pero con la inocencia de la La Dama y el Vagabundo. La mezcla no salió mal.
El arsenal continuó llenándose con esa curiosidad precoz por explorar el desconcertante universo que suponía la anatomía femenina. Lo que nos hacía retornar con frecuencia al Geyperman y a la Nancy como frustrante punto de partida.
Siempre había una pequeña Enma cerca que te jodía y te sacaba del partido. Aparecía y te quedabas inmóvil, como un conejo deslumbrado en mitad de la carretera. A su merced y con una sonrisa de idiota como único argumento.
Sea como fuere, aquellas experiencias, como germen del insaciable adulto que pretendía brotar, generaban más interrogantes de los que podían responder, lo que te obligaba a seguir buscando.
Las ediciones especiales del Lib o del Eros Prohibido, que el padre de Jaime escondía con torpeza entre el colchón y el somier de su dormitorio, nos aclaró que el asunto poco o nada tenía que ver con la Nancy y el Geyperman. Pero también nos sumió en un abismo de temor e incertidumbre. ¡Estábamos a mil millones de años luz de estar preparados para aquello! Así que se produjo el parón. La precocidad dejó paso a la suspicacia y ésta degeneró en cobardía. Me alejé de la fruta prohibida.
Pero ya era tarde. El almacén estaba hasta las trancas de pólvora. Era la puta bomba atómica.
Chernobyl, Hiroshima y Nagasaki amalgamados bajo la cremallera de unos desgastados pantalones de pana beige, esperando con paciencia el detonante que al fin los libere.
Y no fue en ningún portal oscuro de fin de semana. Ni en la última fila del cine. Ni en aquella acampada junto a la hoguera. No. Tampoco fue en el asiento de atrás de una decrépita furgoneta con los cristales empañados y la banda sonora de Ghost como únicos testigos. Fue algo más prosaico pero no menos emocionante. Me bastó con un cumplido y una sonrisa.
Aunque estaba contratado como mozo de almacén en el centro comercial, Mario, el encargado del bar, me solía reclutar casi a diario con la excusa de falta de personal.
Justo enfrente había un stand de café en promoción con una escultural azafata como eficaz reclamo. Llegaba sobre las once de la mañana. Tacones altos, falda ajustada y camisa blanca culminada de manera acertada con un pañuelo de seda a juego. Iluminaba los pasillos con cada paso. Como salida de un videoclip de Robert Palmer. Oía la batería, las guitarras y el bajo perfectamente sincronizados con cada golpe de tacón, con cada balanceo de caderas.
Al momento, por rango y turnos, le iban babeando directivos, encargados, seguratas y, cómo no, camareros y almaceneros. Yo permanecía detrás de la barra observando lo inalcanzable. Limpiaba y secaba platos sin dejar de imaginar lo que una señora así podía hacer con un chico como yo, al que probablemente doblaba sus inocentes dieciséis años.
Uno de esos días, sus enormes ojos verdes, cansados de tanta poesía barata y cumplidos de barrio bajo, emergieron entre las cabezas y las babas para encontrarse con los míos. Al principio dudé, pero ella mantuvo la mirada y me ofreció una preciosa sonrisa como dulce evidencia. La mecha prendió. No había vuelta atrás.
Cada día eran más frecuentes y descarados. Tocaba su pelo. Se mordía el labio. Levantaba una ceja… Y una sonrisa , siempre una sonrisa.
Como yo seguía meditabundo cual conejo iluminado, ella se acercó y me pidió unas tijeras para abrir un paquete de café. Era más guapa aún de cerca. Mucho más. Tanto que no articulé palabra. No pude. Los labios se bloquearon cuando mis dedos rozaron su mano. Volvió a su puesto y yo desfibrilé mi corazón con un tembloroso vaso de agua helada.
Al finalizar mi turno, me cambié de ropa y salí. Pasé junto a ella. Siempre lo hacía. Era el camino más largo. Suponía dar un rodeo hasta la salida y ella lo sabía. Le gustaba cuando lo hacía. Esta vez, sin dejar de mirarme, movió su índice para que me acercara. Lo hice. Entonces me preguntó:
―¿No vas a invitarme a salir nunca?
―Tengo dieciséis años. ―Alegué con la certeza absoluta de que esa era la peor respuesta posible.
Tras un sutil gesto de extrañeza, me sonrió una vez más, quizá la última…
―Pareces mayor. ―Sentenció. Después me acarició la cara y me besó en la mejilla.
No recuerdo si este fue el momento exacto en el que dejé de ser niño y comencé a ser hombre. Pero quisiera creer que sí.
Fui el primero de mis amigos en besar a una chica cuando aún le escribía cartas a los Reyes Magos. No recuerdo haber pedido nunca nada de eso. A finales de cada noviembre, con la llegada del frío otoñal, mis hermanos y yo nos sentábamos alrededor del brasero. Desplegábamos sobre la mesa camilla el catálogo oficial de equipos y complementos de Geyperman y contábamos cada día, hora, minuto y segundo que faltaban para el bendito seis de enero. No. Ningún beso podía competir con eso.
―¡Yo este año me pido el oficial alemán!
―¿Seguro? ¿No prefieres al paracaidista de los Diablos Rojos? ¿O al cadete de West Point?
―No, ese no… A ver, lee otra vez que trae el soldado australiano…
―Guerrera, pantalón, botas, cinturón, machete, funda, seis granadas…
―¡Ese, ese… No sigas!
La pequeña Enma iba corriendo a todos lados. No me dejaba ni a sol ni a sombra. Bajaba a la calle media hora antes que el resto de mis amigos. Y nunca supe esconderme. Un buen día nos cansamos de echar carreras. Yo odiaba jugar al elástico y me negaba a dar palmadas a los cromos para descubrir cervatillos y esquimales sonrientes. Así que nos metimos en un portal y nos besamos. La intención era recrear a Bogart y Bergman en Casablanca, pero con la inocencia de la La Dama y el Vagabundo. La mezcla no salió mal.
El arsenal continuó llenándose con esa curiosidad precoz por explorar el desconcertante universo que suponía la anatomía femenina. Lo que nos hacía retornar con frecuencia al Geyperman y a la Nancy como frustrante punto de partida.
Siempre había una pequeña Enma cerca que te jodía y te sacaba del partido. Aparecía y te quedabas inmóvil, como un conejo deslumbrado en mitad de la carretera. A su merced y con una sonrisa de idiota como único argumento.
Sea como fuere, aquellas experiencias, como germen del insaciable adulto que pretendía brotar, generaban más interrogantes de los que podían responder, lo que te obligaba a seguir buscando.
Las ediciones especiales del Lib o del Eros Prohibido, que el padre de Jaime escondía con torpeza entre el colchón y el somier de su dormitorio, nos aclaró que el asunto poco o nada tenía que ver con la Nancy y el Geyperman. Pero también nos sumió en un abismo de temor e incertidumbre. ¡Estábamos a mil millones de años luz de estar preparados para aquello! Así que se produjo el parón. La precocidad dejó paso a la suspicacia y ésta degeneró en cobardía. Me alejé de la fruta prohibida.
Pero ya era tarde. El almacén estaba hasta las trancas de pólvora. Era la puta bomba atómica.
Chernobyl, Hiroshima y Nagasaki amalgamados bajo la cremallera de unos desgastados pantalones de pana beige, esperando con paciencia el detonante que al fin los libere.
Y no fue en ningún portal oscuro de fin de semana. Ni en la última fila del cine. Ni en aquella acampada junto a la hoguera. No. Tampoco fue en el asiento de atrás de una decrépita furgoneta con los cristales empañados y la banda sonora de Ghost como únicos testigos. Fue algo más prosaico pero no menos emocionante. Me bastó con un cumplido y una sonrisa.
Aunque estaba contratado como mozo de almacén en el centro comercial, Mario, el encargado del bar, me solía reclutar casi a diario con la excusa de falta de personal.
Justo enfrente había un stand de café en promoción con una escultural azafata como eficaz reclamo. Llegaba sobre las once de la mañana. Tacones altos, falda ajustada y camisa blanca culminada de manera acertada con un pañuelo de seda a juego. Iluminaba los pasillos con cada paso. Como salida de un videoclip de Robert Palmer. Oía la batería, las guitarras y el bajo perfectamente sincronizados con cada golpe de tacón, con cada balanceo de caderas.
Al momento, por rango y turnos, le iban babeando directivos, encargados, seguratas y, cómo no, camareros y almaceneros. Yo permanecía detrás de la barra observando lo inalcanzable. Limpiaba y secaba platos sin dejar de imaginar lo que una señora así podía hacer con un chico como yo, al que probablemente doblaba sus inocentes dieciséis años.
Cada día eran más frecuentes y descarados. Tocaba su pelo. Se mordía el labio. Levantaba una ceja… Y una sonrisa , siempre una sonrisa.
Como yo seguía meditabundo cual conejo iluminado, ella se acercó y me pidió unas tijeras para abrir un paquete de café. Era más guapa aún de cerca. Mucho más. Tanto que no articulé palabra. No pude. Los labios se bloquearon cuando mis dedos rozaron su mano. Volvió a su puesto y yo desfibrilé mi corazón con un tembloroso vaso de agua helada.
Al finalizar mi turno, me cambié de ropa y salí. Pasé junto a ella. Siempre lo hacía. Era el camino más largo. Suponía dar un rodeo hasta la salida y ella lo sabía. Le gustaba cuando lo hacía. Esta vez, sin dejar de mirarme, movió su índice para que me acercara. Lo hice. Entonces me preguntó:
―¿No vas a invitarme a salir nunca?
―Tengo dieciséis años. ―Alegué con la certeza absoluta de que esa era la peor respuesta posible.
Tras un sutil gesto de extrañeza, me sonrió una vez más, quizá la última…
―Pareces mayor. ―Sentenció. Después me acarició la cara y me besó en la mejilla.
No recuerdo si este fue el momento exacto en el que dejé de ser niño y comencé a ser hombre. Pero quisiera creer que sí.
Muy buena!! Vuelven a brotar los recuerdos en mi cabeza.
ResponderEliminar¡Gracias! Eso es algo bueno, ¿no?
Eliminar¿Quién, en su sano juicio, le pediría a los Reyes Magos el Geyperman de "Cadete West Point?Prefiero el Soldado Inglés, el Oficial Alemán.,la Torre de Entrenamiento...
ResponderEliminar¿Por qué la " vida" nos impone ser adultos? "¡Dita sea!"...Menos mal que de cuando en cuando salen colecciones y fascículos que nos devuelven unos descafeinados Madelman y Geyperman.
Me pregunto ¿por qué he olvidado el kid del post, el paso de niñez a estup...a adulto?
""¡GeyperMAN!¡Vive tus Aventuras!""--Proclamaba el anuncio de televisión.
Cuando eres niño TÚ eliges las aventuras; cuando te conviertes en adulto es la Vida la que te impone SU aventura; sin preguntas...
En fin, espero que tras las Fiestas Navideñas lleguen los fascículos de Geyperman.
Felices Fiestas ¡ a tod@s !...y que Sus Majestades de Oriente os traigan un Geyperman...o una Nancy.
Jajaja... Bueno, para mí el Geyperman de "misión imposible" siempre tendrá un sabor especial...
EliminarEn cuanto a la "ley de vida", pienso que el truco consiste en disfrazarse de adulto el menor tiempo posible cada día... sólo lo imprescindible para poder seguir disfrutando de la niñez etrenamente.
Muy buena la historia, desconocía esa faceta tuya de literato... al final casi me pongo tontorron..
ResponderEliminar¡Hombre, amigo! Me alegra saber de tí... Gracias por tus palabras. Te invito, si tienes tiempo, a que estés por aquí, ya que en alguna historia apareces... En más de una. Un abrazo.
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