La comunión
Jaime, unos meses mayor que yo, hizo su primera comunión el año anterior y lo sorprendieron con este regalo estrella. Así que decidí seguir todos sus pasos, todos sus consejos, para obtener tan grata recompensa.
Lo primero que hice es decirle a mi madre que me inscribiera en eso de la catequesis. Una especie de máster que otorgaba un indispensable plus al insuficiente catecismo que la señorita Mercedes nos impartía en la clase de religión, los jueves a última hora.
El primer día de catequesis nos recibió el padre Tomás. Simpático, ameno y sencillo a la hora de introducirnos en materia. Nos presentó a doña Maite, la que sería nuestra catequista. Me sorprendió su juventud y su sonrisa. Era muy guapa. Pronto se me olvidó que estas clases me privarían de entrenar con mi equipo cada martes.
⎯¿Sabéis por qué estáis aquí? ⎯Preguntó doña Maite con gran dulzura.
⎯¡Para recibir a Jesucristo, nuestro Señor! ⎯Exclamaron los alumnos al unísono y con más reflejos que yo.
⎯¡Muy bien! ¿Y quién es Jesucristo? ⎯Continuó la profesora.
⎯¿El hijo de Dios? ⎯Volvieron a adelantarse casi sin dejar acabar la frase.
⎯¡Genial chicos! ¿Y cuál es su regalo más preciado? ⎯Insistió la catequista.
⎯¡El Casio Iluminator! ⎯Grité poseído, como si de una misa en Harlem se tratara.
⎯No, niño. Recibir la tradición de su doctrina y poder acompañarlo en el camino de maduración de su fe. ⎯Me respondió de inmediato, ya con menos dulzura.
Por algo se dice que los cristianos esperan a que sus hijos tengan uso de razón para recibir este santo sacramento. Edad de discreción la llaman. Mal empezábamos. El primer día y ya había puesto mis cartas sobre la mesa.
La cosa fue a peor cuando me enteré que el comulgante se debe comprometer a cumplir con los Mandamientos de Dios y obedecer los dogmas de la fe cristiana. Ahí empecé a liarme. ¿Cómo podía honrar a mi padre y a mi madre, si tenía que amar sobre todas las cosas a ese tal Dios, qué no había visto en mi vida? ¿No era eso una especie de deslealtad? Si les seguía el rollo pensaba, ¿qué pasa con lo de no dar falsos testimonios ni mentir? ¿Y lo de no tomar el nombre de Dios en vano? ¿Eso qué carajo significaba?
Con lo demás lo tenía un poco más claro. No robaría, no mataría y santificaba las fiestas cada viernes al terminar las clases. Tampoco codiciaría los bienes ajenos, a menos que se tratara de un Casio Iluminator. Claro. Así que tan sólo me quedaba aquello de los «actos impuros». Hasta que alcancé a comprender este concepto no me di cuenta cuan pecador era.
Te lo dejaban bien claro. Es el único mandamiento en el que insistían: en el sexto (No cometerás actos impuros) y en el noveno (no consentirás pensamientos ni deseos impuros). ¿Cómo podía yo pensar, con nueve años, qué el comezón que sentía bajo el ombligo cuando doña Maite, casta y pura dónde las haya, cruzaba sus piernas dentro de aquella enorme falda plisada era pecado grave? Ahora comprendía que no estaba bien salir corriendo a casa para ser el primero en ojear el catálogo de ropa interior de Venca. Que ardería en los infiernos por espiar a la hija de mi vecina mientras tendía. Por agacharme cuando Elenita saltaba a la comba o jugaba al elástico.
¡Maldita sea! O me ponía las pilas o me podía ir despidiendo de ver la hora en la oscuridad. Opté por evadirme concienzudamente de todo lo femenino. Sería el mayor misántropo taciturno y esquivo que ha dado nuestra santa historia. No dejaré que Eva me corrompa. Durante los siguientes seis meses sólo estuvieron Dios, mi madre y un balón Mikasa.
El día anterior a la ansiada celebración, llegaron la mayoría de los familiares del pueblo. Mi madre había preparado el traje de comunión de mi hermano mayor. Un espectacular uniforme de almirante, azul marino, engalanado con hombreras de flecos y un hermoso cordón dorado que le cruzaba el pecho. Hacía cuatro años que soñaba con ponérmelo. Me chiflaba. Pero la limpieza en seco y los excesos del entrenamiento al que me había entregado, consiguieron que la chaqueta no me abrochara y que las mangas quedaran un poco cortas. Hubo que improvisar. La americana marrón de mi primo, al que le destrocé la bicicleta hace unos meses, servirá. Me pusieron un acampanado pantalón a juego y le prendieron una cadena con cruz en el bolsillo superior de la chaqueta. Un cromo.
Mis cinco primas eran mayores que yo. En la playa, ya llevaban varios años sin quitarse la parte de arriba del biquini por motivos más que evidentes. Tuvieron la feliz idea de darme un baño en vísperas de este día tan especial.
⎯¡Tita, tita! ¡Vamos a bañar nosotras al primo, que tú tienes mucho trabajo!
⎯¡Gracias cariño mío! ¡Enjabonarlo bien que viene lleno de albero!
Bienaventurados los que tienen hambre y sed, porque serán saciados.
Esa noche caí en la cama con un sueño pesado e intranquilo. Temeroso me repetía sin cesar ¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? En tus manos encomiendo mi espíritu. Pero recuerda que no sólo de pan vive el hombre y aquel que esté libre de pecado que arroje la primera piedra.
Por fin llegó el gran día. El piso estaba lleno de gente, todos muy atareados. La lujuriosa bañera era ahora una especie de gran nevera con barras de hielo y repleta de botellas. Mi tía trajo una enorme tarta casera desde el pueblo. Mis primos y mi hermano mayor sacan los tapaluces de madera de las ventanas y los utilizan como improvisadas mesas en la amplia terraza. En el mueble bar, junto a la vieja enciclopedia, colocan un radio cassette Telefunken y la botella de anís del mono. Hay chacina, croquetas, filetes empanados, patatas fritas y guisos del pueblo. Han decorado la escalera y el portal de entrada con macetones y flores de todo tipo. Los vecinos me saludan desde su puerta, camino de la parroquia… ¡Qué guapo!
La iglesia está preciosa. Llena hasta la bandera. Me colocan en primera fila y me dan una pequeña tira de papel enrollada con una frase que he de leer en alto «¡Por la Paz en el Mundo, roguemos al Señor!».
⎯¿No ibas a venir con uniforme de Almirante? ⎯Pregunta extrañado Alberto, mi compañero de catequesis.
⎯Prefiero éste. Es de piloto de combate. ⎯Respondo faltando de manera descarada al octavo mandamiento.
⎯¿En serio? ¿Marrón? ⎯Me insiste.
⎯Qué sí… Es la segunda equipación. ⎯Le replico.
⎯¡Qué buenas están tus primas! ⎯Concluye Alberto, cambiando hábilmente de tercio.
⎯¡Ya te digo! ⎯Suspiro, mientras arden las brasas bajo la suelas de mis zapatos.
De la ceremonia en sí recuerdo el sabor del vino que empapaba la hostia consagrada y cómo retumbó mi voz de pito en los bafles del templo, cuando me pusieron el micrófono y leí mi ruego. Un ligero acople acompañó la última sílabas a modo de lamento. Poco más. Hacía ya tiempo que no estaba allí. Abría regalos imaginarios esperando mi codiciado reloj.
La celebración en casa fue espectacular. En un par de horas, los vecinos más lanzados ya estaban con las corbatas en la frente y revoloteando sus chaquetas, en un lamentable playback de alguna canción de Raphael que el Telefunken maltrataba a través de su sobresaturado altavoz.
Mis primas lucían palmito al ritmo de Los Chichos, mientras lo más mayores se atrevían con un fandango a capela.
El cuarto de mi madre permanecía precintado. En él se amontonaban todos los regalos. Supe escabullirme y me encerré dentro. Era el gran momento. Casi un año esperando mi Casio Iluminator.
Comienzo a abrir paquetes de la inmensa montaña que me rodea. El primero es una bola de plástico nacarado con un cristo en su cruz y un par de bolígrafos que apenas pintan. Le sigue un libro de firmas, un jersey de entretiempo, un juego de compás, un marco de foto con un cáliz y un bollo de pan estampados en un borde, una esclava de plata, un catecismo con los filos de las hojas dorados, un llavero con la bendición de su Santidad , un osito de peluche marrón... Y así un largo etcétera fue erosionando la gigantesca montaña hasta convertirla en una ridícula llanura… ¿Dónde coño está mi reloj?
Salí del dormitorio como alma que lleva el diablo, esquivando familiares y vecinos, en busca de una explicación. Y entonces lo vi. Mi vecina de enfrente, que no pudo venir antes, aparece a cámara lenta entre los invitados. Me mira. Me sonríe. Lleva una caja en su mano derecha. Está envuelta, pero no cabe dudas. Las dimensiones son idénticas a la del reloj de mi amigo Jaime.
⎯Toma Juanito. ¡Enhorabuena! Es un día muy importante. Recibir el cuerpo y la san…
⎯¡Vale, vale, gracias! ⎯La interrumpí sin compasión. ⎯¡Mi madre tiene las estampitas!
Con el tesoro en mi poder, huí buscando la intimidad del cuarto de baño, el único con pestillo. Puse una toalla en el pisoteado suelo y caí con todo el peso sobre ella. El entreabierto espejo del mueble Romi era testigo fiable. Sujeté con fuerza la caja entre mis manos. Sólo unos segundos. Respiré hondo. Tragué saliva. Con toda la furia contenida rompí el papel de regalo. Y allí estaba… una caja de terciopelo azul sintético con una cuchara, un tenedor y un aro servilletero de acero inoxidable con la frase «Recuerdo de Mi Primera Comunión» grabada en el centro.
Entonces sentí como la Eucaristía retumbaba dentro de mi cabeza. Harto de andar por sendas de iniquidad y perdición, atravesando desiertos intransitables en busca del camino, la verdad y la vida. Cansado de poner la otra mejilla, porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.
Me enseñaste aquello de bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Que todo el que pide recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre…
Aquel día tan sólo te pedí dos cosas: La Paz en el mundo y un Casio Iluminator…
Pero supongo que los caminos del Señor son inescrutables.
De verdad, consigues que viaje en el tiempo y reviva todos esos recuerdos.
ResponderEliminar¡Muchas gracias! ¡Qué alegría! Hermoso cumplido. Me ayuda a seguir.
EliminarLas muchachas de la manzana eran de Apple o tus vecinas.
ResponderEliminarJajajajaja...
EliminarLas muchachas de la manzana son de Apple o tus vecinas.
ResponderEliminar¡¿Cómo decirlo sin consentir pensamientos ni deseos impuros?!
EliminarJuan Moody, muy grande. Me he sobresaltado al ver tu foto de comunión, algún día te enseñaré la de mi hermano pequeño y entenderás porque. De mi comunión viene mi obsesión por el chocolate. Mi tía Isabel hacia un fabuloso bizcocho de chocolate, y me hizo uno, pero me mandaron a repartir estampidas a los vecinos y cuando volví quedaban las migas.
ResponderEliminarJajajaja... ¡Puñeteras estampitas! Estoy deseando ver esa foto. Por cierto, mi tía, la que trajo la tarta, también se llamaba Isabel...
EliminarQue es la segunda equipacioooon jajajaja que bueno el relato
ResponderEliminarJajajaja... ¡Gracias tío! Sabes que me alegra verte también por aquí.
EliminarJajaja segunda equipación!!! Eres único, gran relato, me he divertido muchísimo, aunque siento que finalmente no consiguieras tu Casio... Eso sí, seis meses de Dios, mamá y balón kikasa me ha llegado...jajajaja un beso
ResponderEliminarJajajaja... Sí, hija. Seis meses pueden durar una eternidad. Gracias guapa. Un beso.
EliminarBueniiiismo , chaqueta de piloto, jajajaja
ResponderEliminarJajaja... ¡Gracias!
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