Tequila
Cuenta la leyenda que Don Cenobio llegó a la región de Tequila proveniente de un pueblo de Jalisco. Fundó su propia destilería y firmó un pacto con el diablo para producir el mejor tequila del mundo. Un trabajador aseguraba haberlo visto encadenado en una cueva, mientras el mismísimo Lucifer lo azotaba como parte del trato. Don Cenobio tenía un corcel negro llamado Satanás del que nunca se separaba. Poco tiempo después de fallecer el viejo, su caballo murió de tristeza. Cerca de la destilería se encuentra el callejón del Diablo. Se dice que si caminas por él en una noche sin luna, el corcel aparecerá y te llevará hasta las puertas del infierno.
El trabajo a tiempo parcial como estrella de rock sólo daba para cambiar cuerdas y arreglar el viejo amplificador. Por ello, cuando me ofrecieron un contrato a tiempo completo en una empresa constructora no me pude negar. Intenté compaginarlo, pero era agotador. Trabajaba de lunes a viernes. Mañana y tarde. Conducía una Renault Express de la empresa, sin asientos traseros, destinada a cargar materiales que después repartía por las distintas obras. Me quedaba el tiempo justo para ducharme y salir un rato con mi novia. Los amigos y la música estaban siendo fagocitados por toneladas de ajuar y por un porvenir que no acababa de llegar.
Un kilométrico serranito en los Morales y una lacrimógena película de Kevin Costner en la sesión golfa del cine de moda, era todo lo que necesitaba para rematar la velada en el escampado de la feria. El deseo, la transpiración y las baladas de Springsteen ponían el resto.
Después de dejar a mi novia en su casa, llegaba a la calle todavía con los cristales empañados y la camisa a medio abrochar. Nada más aparcar, la calle se ilumina con las luces de otro coche que llega. Es el Seat Ibiza de mi amigo Quino. Hace más de un mes que no lo veo. Me acerco a saludarlo.
―¿Quillo qué haces? ―Le pregunto, mientras le doy un cálido abrazo.
―Estás perdido, mamón… ¡No hay quién te pille! ―se apresura a reñir para que no le riña.
―¡Jaja! Lo qué tú digas. Si es qué no tengo tiempo para nada. La puta obra no me deja respirar y la parienta se lleva lo que queda del día. ¡Ni la guitarra cojo! ―añado mientras coloco mi mano sobre su hombro.
Tras despotricar largo y tendido, intentando en vano arreglar el mundo, cumplimos con todos los «podalerecuerdosdemiparte» que el protocolo exige, y nos dispusimos a despedirnos con otro afectuoso abrazo.
En ese preciso instante, como un elefante en una cacharrería, el inconfundible trueno tartajoso de los dos cilindros del Citroën 2CV de Faco irrumpe en la apacible noche estival. Fue la primera vez que pude ver al caballo negro de Don Cenobio, al paso, entre la humareda que expectoraba el viejo Facotroën.
―¡Ostia, el qué faltaba! ―Sentencia Quino, mientras observa como estaciona el cascajo debajo del árbol del ahorcado, único hueco libre respetado por los vecinos temerosos del corrosivo descomer de sus moradores.
―Yo paso de enredarme. ―Me adelanto sin vacilar.
Faco baja del coche y, sin echar la llave, se acerca agitando la cabeza. La última vez que nos vimos terminamos en un videoclub de Portugal leyendo los títulos de las películas de Disney en portugués. Una historia rara de cojones. Así que hoy no iba a dejar que me convenciera bajo ningún concepto.
―¡Qué cabrones! ¿Habéis quedado sin mí? ¡No me lo puedo creer! ―Exclama Faco sin poder esconder su sonrisa picarona. ―¿Queréis una enchilada? ―Añade.
―¡Qué va tío! Cómo se entere mi novia qué no he ido directo para casa, me mata. ―Responde un temeroso Quino.
―¡Venga ya, una cosa rápida, joder! Si no se va a enterar… ¡Coño, qué hace un montón que no coincidimos los tres! ―Insiste Faco, sin faltarle un ápice de razón.
―¡Ea! ¡Ya me vais a enredar, ostía! ¡Si es qué lo sabía! ―Maldigo, mientras me busco la llave de la furgoneta en el bolsillo del pantalón.
Los tres teníamos vehículo propio, pero, por mi mejor tolerancia al alcohol, había una norma no escrita que me situaba como conductor habitual de la madrugada. Una locura más, propia del desajuste de los sistemas de recompensa y castigo típicos de la juventud. No me siento orgulloso. Simplemente, al tomar decisiones, le concedíamos más peso a los beneficios que a los riesgos. Así que, en nuestro particular cantar de gesta, escogimos la Renault Express como fiel Babieca para iniciar la reconquista de la noche. Y pese a tener tan sólo los dos asientos delanteros, nadie puso en duda que se trataba de la mejor opción. Faco haría la ida en cuclillas en la parte trasera, agarrado al reposacabezas del asiento de Quino, el copiloto.
El Panchito era una taberna mexicana que solía cerrar tarde, testigo habitual del final de muchas juergas etílicas de adolescencia. Así que nos dirigimos directamente hacia allí.
―¡¿Qué onda güey?! ¡¿Qué tomarán los señores, pues?! ―Saluda Enrique, nada más vernos.
―Vamos a empezar por tres enchiladas explosivas y unos nachos con queso. ―Responde Faco, dejando claro que no pasó por los Morales antes de empañar los cristales del 2CV.
―¡Marchando dos explosivas y cerveza para estos pendejos! ―Vocifera un eufórico Enrique al que seguramente le alegraríamos la caja.
La improvisada cena fue avanzando entre risas y chile, hasta que llegó la hora de pedir la cuenta. Enrique trae el tique y una botella en su mano.
―¡Ay, mis pendejos! ¡No se me vayan a ir sin unos tequilitas no más, pa ir empujando el asunto! Invita vuestro Enrique de corazón, no me lo pueden rechazar.
―¡Vamos a echarlo, Enrique! ―Entonamos los tres casi al unísono.
―¡A tu saluuuud!
Fue ahí. Entre historias y verdades. Entre espuma y fervor. Entre sal y limón. Fue ahí, cuando volví a ver pasar el caballo negro de don Cenobio.
Un par de «no hay dos sin tres» y acabamos con la botella de José Cuervo al ritmo de Cielito Lindo. Nos despedimos del bueno de Enrique y decidimos tomar la penúltima en los chiringuitos del río.
Lo malo ―o lo bueno― de la penúltima, es que tiende a entrar en una especie de bucle, en constante riesgo de eternizarse. Nos dejamos llevar y, uno por uno, continuamos el sendero bebiéndonos el mismísimo río Guadalquivir.
―¿Qué os pongo? ―Esgrime una pija y escuálida camarera con voz gangosa.
―Yo paso de mezclar, ¡qué llevo media papa ya! ¡Un tequila! ―Se adelanta Quino.
―Os voy a cobrar lo mismo por un chupito que por un cubata, lo sabéis ¿No?
―Pues nos pones el tequila en un vaso de tubo y el refresco se lo echas a las flores, ¡miarma! ―Irrumpe Faco, ante la evidente falta de tacto de la chica.
―¡Quillo, vaya pelotazo ¿no?! ―Intervengo con la poca cordura que queda.
―¡No pasa nada! ¡Uno para todos y todos para unooooo!
Quino bebe y se descojona. Le sigue Faco. El tequila le sale por la nariz. Se gira bruscamente para no echármelo encima y golpea con su hombro al chico que recoge los vasos. La gigante torre de vidrio que pacientemente fue configurando, se hace añicos contra el suelo del río ante la mirada atónita de los allí presente.
La flaca camarera llega con el dueño del chiringuito. Una sentadilla más y le revienta la camiseta. Las primera y la última letra de Ballantine´s se pierden entre el pectoral y el bíceps de cada brazo. Es hora de buscar otro sitio, mientras el caballo negro de don Cenobio permanece atento.
Se nos acabó el río. Y con él los chiringuitos. A lo lejos, el retumbar monótono de los bafles y las luces al compás sirven de brújula para guiarnos hasta el nuevo destino: una conocida discoteca de verano a la que solíamos ir. Sólo que esta vez no cabía un alfiler. El aparcamiento estaba repleto y una cola infinita de almas en pena esperan pacientemente la misericordia de algún portero.
Se celebra una especie de certamen de elección de misses. Eso lo explica. Hay seguridad por todas partes, fotógrafos, periodistas, chicas guapas por doquier, y curiosos… muchos curiosos. Aquí no entramos ni de coña. Y menos con las Converse All Stars blancas de Faco.
Pero los demonios de la noche están de nuestra parte. Al menos por el momento. En la puerta, el encargado de seguridad nos conoce del barrio. Nos acercamos a saludarlo. Intenta mirar para otro lado, pero es inútil. No tiene escapatoria.
―¡Ey… ese Grande bueno ahí! ―Se adelanta Faco, con su especial encanto.
―¡Vaya cómo venís!
―¿Podemos pasar Grande?, nos tomamos la penúltima y nos vamos. ―Añade Quino.
―¡Anda pasad y no la liéis!
―Sin problemas tío… tú nos conoces. ―Sentencia Faco, el alagador.
Nada más entrar, atravesamos una larga alfombra de terciopelo rojo impidiendo el paso de cuatro modelos en bikini que se dirigen al escenario. Quino las intenta esquivar, pero sus reflejos se quedaron en el río. Un lamentable escorzo sólo sirve para tirar el mostrador de las credenciales. Lo levantamos como pudimos mientras el resto de invitados miraban hacia otro lado.
Nos llamó la atención qué con tanta chica de infarto, las cámaras y los micrófonos se centraran en cuatro kinkis canijos, con el pelo largo y vestidos de cuero. Así que fuimos para allá básicamente a dar por culo. Empezamos ha reírnos, saltamos y gritamos delante de los focos como poseídos por el propio Belcebú.
―¡A ver si nos pelamos, qué tenéis más pelo que la moqueta de King Kong!
―¡No te cabe naaaaa, rubiooo!
―¡Jajajaja!
Alguien nos empuja y nos saca de allí con brusquedad. Ya hace tiempo que éramos incapaces de fijar la mirada en un punto, así que nos dejamos reconducir como si de una psicodélica montaña rusa se tratase. Lo siguiente que recuerdo es estar bailando en la pista. Solo.
Nunca bailo. Lo odio. Pero por alguna razón no podía parar. Recordaba los movimientos de Jim Morrison en el escenario y los imitaba como en un ritual chamánico. La pista continuaba vacía. Las luces giraban a través del polvo del albero y confluían en extrañas siluetas que danzaban a mi alrededor. Y ahí estaba. El corcel de don Cenobio. Quieto. Mirándome fijamente. Me acerqué a tocarlo y se desvaneció entre mis dedos. Tras la estela aparece Faco casi sin poder mantener la verticalidad.
―¡Juan, ¿Has visto a Quino?!
―No. Pensé que estaba contigo. Vamos a buscarlo.
Recorrimos mil veces todos los recovecos de la discoteca. Nada. Volvíamos a pasar por los mismos sitios una y otra vez sin suerte, hasta acabar en el servicio de caballeros. Había un baño cerrado. Yo susurré «¿estará ahí? »... Faco entendió «está ahí», y lo repitió con decisión a puro grito. Así que pensé… «pues estará ahí». Comenzamos a aporrear y a dar patadas a la puerta como si no hubiera un mañana…
―¡Maricona! ¡Sal de ahí! ¡Venga cabrón! ¡Qué te estamos buscando! ¡Te vamos a dar, mamonazo! ¡Sal!
En ese momento se abre violentamente la puerta y sale el mexicano más grande del mundo. Me agarra por la camisa y me levanta hasta mantenerme de puntillas…
―Te has equivocado, ¿verdad? ¡Dime qué te has equivocado, güey!
―Sí, sí… Me he equivocado. ―Respondo, casi sin aliento y perdido en la negra ira de su mirada.
―Estábamos buscando al Quino… ¡Perdona hombre! ―Intenta mediar Faco.
―¿Al Quino? ―Replica el gigante al tiempo que me suelta de la pechera. ―En la pista se ha desmayado uno.
Faco y yo nos miramos durante un par de segundos. Tiene que ser él. No cabe duda. Es el que peor tolera el alcohol de los tres.
Al llegar a la zona de baile, justo en el centro de una solitaria pista, hay una silla de plástico verde. Quino está inconsciente, desparramado sobre ella. Tiene el cuello doblado y la cabeza sobre su vomitado pecho. Le echamos agua de un macetón que hay cerca. Parece que empieza a reaccionar. Lo cogemos cada uno por un brazo y lo arrastramos hasta el coche. Ya apenas queda nadie en los aparcamientos. Las luces y las chicas se fueron con nuestra autoestima intuyendo la llegada del alba.
Metimos a Quino en la parte de atrás de la furgoneta y salimos en busca de café.
El único tugurio abierto es una bar de barrio donde los primeros borrachos de la mañana inician su particular peregrinaje. Entramos dando tumbos. Los alcohólicos, los vagabundos y los colgados de la noche no pueden disimular su extrañeza al vernos llegar. Faco tiene restos de sangre seca en la boca. Yo tengo el cuello de la camisa rasgado por el gigante. Quino permanece quieto frente al gran espejo que preside la entrada. La humedad del agua del macetón se ha mezclado con los restos de enchilada y el mantillo, atrayendo las barreduras de cemento y yeso del suelo de la furgoneta.
―¡¿Qué coño ha pasado?! ―Pregunta sin apartar la mirada del espejo.
Faco y yo permanecemos en silencio. Sentados en la barra. Hipnotizados por el remolino que forma la cucharilla en la taza de café. En la radio, un locutor comenta que la organización del certamen de belleza de anoche había sido lamentable. Incluso unos jóvenes ebrios habían osado interrumpir la entrevista a las estrellas invitadas al evento: los Héroes del Silencio. Uno de mis grupos preferidos.
Al final nos enredamos.
La noche nos fue engullendo hasta que nos regurgitó en algún callejón oscuro, sin luna y lejos de cualquier parte. Aquel día Satanás, el caballo negro de don Cenobio, nos llevó hasta las puertas del mismísimo infierno. Pero viendo la que habíamos liado, no nos dejaron entrar.
El trabajo a tiempo parcial como estrella de rock sólo daba para cambiar cuerdas y arreglar el viejo amplificador. Por ello, cuando me ofrecieron un contrato a tiempo completo en una empresa constructora no me pude negar. Intenté compaginarlo, pero era agotador. Trabajaba de lunes a viernes. Mañana y tarde. Conducía una Renault Express de la empresa, sin asientos traseros, destinada a cargar materiales que después repartía por las distintas obras. Me quedaba el tiempo justo para ducharme y salir un rato con mi novia. Los amigos y la música estaban siendo fagocitados por toneladas de ajuar y por un porvenir que no acababa de llegar.
Un kilométrico serranito en los Morales y una lacrimógena película de Kevin Costner en la sesión golfa del cine de moda, era todo lo que necesitaba para rematar la velada en el escampado de la feria. El deseo, la transpiración y las baladas de Springsteen ponían el resto.
Después de dejar a mi novia en su casa, llegaba a la calle todavía con los cristales empañados y la camisa a medio abrochar. Nada más aparcar, la calle se ilumina con las luces de otro coche que llega. Es el Seat Ibiza de mi amigo Quino. Hace más de un mes que no lo veo. Me acerco a saludarlo.
―¿Quillo qué haces? ―Le pregunto, mientras le doy un cálido abrazo.
―Estás perdido, mamón… ¡No hay quién te pille! ―se apresura a reñir para que no le riña.
―¡Jaja! Lo qué tú digas. Si es qué no tengo tiempo para nada. La puta obra no me deja respirar y la parienta se lleva lo que queda del día. ¡Ni la guitarra cojo! ―añado mientras coloco mi mano sobre su hombro.
Tras despotricar largo y tendido, intentando en vano arreglar el mundo, cumplimos con todos los «podalerecuerdosdemiparte» que el protocolo exige, y nos dispusimos a despedirnos con otro afectuoso abrazo.
En ese preciso instante, como un elefante en una cacharrería, el inconfundible trueno tartajoso de los dos cilindros del Citroën 2CV de Faco irrumpe en la apacible noche estival. Fue la primera vez que pude ver al caballo negro de Don Cenobio, al paso, entre la humareda que expectoraba el viejo Facotroën.
―¡Ostia, el qué faltaba! ―Sentencia Quino, mientras observa como estaciona el cascajo debajo del árbol del ahorcado, único hueco libre respetado por los vecinos temerosos del corrosivo descomer de sus moradores.
―Yo paso de enredarme. ―Me adelanto sin vacilar.
Faco baja del coche y, sin echar la llave, se acerca agitando la cabeza. La última vez que nos vimos terminamos en un videoclub de Portugal leyendo los títulos de las películas de Disney en portugués. Una historia rara de cojones. Así que hoy no iba a dejar que me convenciera bajo ningún concepto.
―¡Qué cabrones! ¿Habéis quedado sin mí? ¡No me lo puedo creer! ―Exclama Faco sin poder esconder su sonrisa picarona. ―¿Queréis una enchilada? ―Añade.
―¡Qué va tío! Cómo se entere mi novia qué no he ido directo para casa, me mata. ―Responde un temeroso Quino.
―¡Venga ya, una cosa rápida, joder! Si no se va a enterar… ¡Coño, qué hace un montón que no coincidimos los tres! ―Insiste Faco, sin faltarle un ápice de razón.
―¡Ea! ¡Ya me vais a enredar, ostía! ¡Si es qué lo sabía! ―Maldigo, mientras me busco la llave de la furgoneta en el bolsillo del pantalón.
Los tres teníamos vehículo propio, pero, por mi mejor tolerancia al alcohol, había una norma no escrita que me situaba como conductor habitual de la madrugada. Una locura más, propia del desajuste de los sistemas de recompensa y castigo típicos de la juventud. No me siento orgulloso. Simplemente, al tomar decisiones, le concedíamos más peso a los beneficios que a los riesgos. Así que, en nuestro particular cantar de gesta, escogimos la Renault Express como fiel Babieca para iniciar la reconquista de la noche. Y pese a tener tan sólo los dos asientos delanteros, nadie puso en duda que se trataba de la mejor opción. Faco haría la ida en cuclillas en la parte trasera, agarrado al reposacabezas del asiento de Quino, el copiloto.
El Panchito era una taberna mexicana que solía cerrar tarde, testigo habitual del final de muchas juergas etílicas de adolescencia. Así que nos dirigimos directamente hacia allí.
―¡¿Qué onda güey?! ¡¿Qué tomarán los señores, pues?! ―Saluda Enrique, nada más vernos.
―Vamos a empezar por tres enchiladas explosivas y unos nachos con queso. ―Responde Faco, dejando claro que no pasó por los Morales antes de empañar los cristales del 2CV.
―¡Marchando dos explosivas y cerveza para estos pendejos! ―Vocifera un eufórico Enrique al que seguramente le alegraríamos la caja.
La improvisada cena fue avanzando entre risas y chile, hasta que llegó la hora de pedir la cuenta. Enrique trae el tique y una botella en su mano.
―¡Ay, mis pendejos! ¡No se me vayan a ir sin unos tequilitas no más, pa ir empujando el asunto! Invita vuestro Enrique de corazón, no me lo pueden rechazar.
―¡Vamos a echarlo, Enrique! ―Entonamos los tres casi al unísono.
―¡A tu saluuuud!
Fue ahí. Entre historias y verdades. Entre espuma y fervor. Entre sal y limón. Fue ahí, cuando volví a ver pasar el caballo negro de don Cenobio.
Un par de «no hay dos sin tres» y acabamos con la botella de José Cuervo al ritmo de Cielito Lindo. Nos despedimos del bueno de Enrique y decidimos tomar la penúltima en los chiringuitos del río.
Lo malo ―o lo bueno― de la penúltima, es que tiende a entrar en una especie de bucle, en constante riesgo de eternizarse. Nos dejamos llevar y, uno por uno, continuamos el sendero bebiéndonos el mismísimo río Guadalquivir.
―¿Qué os pongo? ―Esgrime una pija y escuálida camarera con voz gangosa.
―Yo paso de mezclar, ¡qué llevo media papa ya! ¡Un tequila! ―Se adelanta Quino.
―Os voy a cobrar lo mismo por un chupito que por un cubata, lo sabéis ¿No?
―Pues nos pones el tequila en un vaso de tubo y el refresco se lo echas a las flores, ¡miarma! ―Irrumpe Faco, ante la evidente falta de tacto de la chica.
―¡Quillo, vaya pelotazo ¿no?! ―Intervengo con la poca cordura que queda.
―¡No pasa nada! ¡Uno para todos y todos para unooooo!
Quino bebe y se descojona. Le sigue Faco. El tequila le sale por la nariz. Se gira bruscamente para no echármelo encima y golpea con su hombro al chico que recoge los vasos. La gigante torre de vidrio que pacientemente fue configurando, se hace añicos contra el suelo del río ante la mirada atónita de los allí presente.
La flaca camarera llega con el dueño del chiringuito. Una sentadilla más y le revienta la camiseta. Las primera y la última letra de Ballantine´s se pierden entre el pectoral y el bíceps de cada brazo. Es hora de buscar otro sitio, mientras el caballo negro de don Cenobio permanece atento.
Se nos acabó el río. Y con él los chiringuitos. A lo lejos, el retumbar monótono de los bafles y las luces al compás sirven de brújula para guiarnos hasta el nuevo destino: una conocida discoteca de verano a la que solíamos ir. Sólo que esta vez no cabía un alfiler. El aparcamiento estaba repleto y una cola infinita de almas en pena esperan pacientemente la misericordia de algún portero.
Se celebra una especie de certamen de elección de misses. Eso lo explica. Hay seguridad por todas partes, fotógrafos, periodistas, chicas guapas por doquier, y curiosos… muchos curiosos. Aquí no entramos ni de coña. Y menos con las Converse All Stars blancas de Faco.
Pero los demonios de la noche están de nuestra parte. Al menos por el momento. En la puerta, el encargado de seguridad nos conoce del barrio. Nos acercamos a saludarlo. Intenta mirar para otro lado, pero es inútil. No tiene escapatoria.
―¡Ey… ese Grande bueno ahí! ―Se adelanta Faco, con su especial encanto.
―¡Vaya cómo venís!
―¿Podemos pasar Grande?, nos tomamos la penúltima y nos vamos. ―Añade Quino.
―¡Anda pasad y no la liéis!
―Sin problemas tío… tú nos conoces. ―Sentencia Faco, el alagador.
Nada más entrar, atravesamos una larga alfombra de terciopelo rojo impidiendo el paso de cuatro modelos en bikini que se dirigen al escenario. Quino las intenta esquivar, pero sus reflejos se quedaron en el río. Un lamentable escorzo sólo sirve para tirar el mostrador de las credenciales. Lo levantamos como pudimos mientras el resto de invitados miraban hacia otro lado.
Nos llamó la atención qué con tanta chica de infarto, las cámaras y los micrófonos se centraran en cuatro kinkis canijos, con el pelo largo y vestidos de cuero. Así que fuimos para allá básicamente a dar por culo. Empezamos ha reírnos, saltamos y gritamos delante de los focos como poseídos por el propio Belcebú.
―¡A ver si nos pelamos, qué tenéis más pelo que la moqueta de King Kong!
―¡No te cabe naaaaa, rubiooo!
―¡Jajajaja!
Alguien nos empuja y nos saca de allí con brusquedad. Ya hace tiempo que éramos incapaces de fijar la mirada en un punto, así que nos dejamos reconducir como si de una psicodélica montaña rusa se tratase. Lo siguiente que recuerdo es estar bailando en la pista. Solo.
Nunca bailo. Lo odio. Pero por alguna razón no podía parar. Recordaba los movimientos de Jim Morrison en el escenario y los imitaba como en un ritual chamánico. La pista continuaba vacía. Las luces giraban a través del polvo del albero y confluían en extrañas siluetas que danzaban a mi alrededor. Y ahí estaba. El corcel de don Cenobio. Quieto. Mirándome fijamente. Me acerqué a tocarlo y se desvaneció entre mis dedos. Tras la estela aparece Faco casi sin poder mantener la verticalidad.
―¡Juan, ¿Has visto a Quino?!
―No. Pensé que estaba contigo. Vamos a buscarlo.
Recorrimos mil veces todos los recovecos de la discoteca. Nada. Volvíamos a pasar por los mismos sitios una y otra vez sin suerte, hasta acabar en el servicio de caballeros. Había un baño cerrado. Yo susurré «¿estará ahí? »... Faco entendió «está ahí», y lo repitió con decisión a puro grito. Así que pensé… «pues estará ahí». Comenzamos a aporrear y a dar patadas a la puerta como si no hubiera un mañana…
―¡Maricona! ¡Sal de ahí! ¡Venga cabrón! ¡Qué te estamos buscando! ¡Te vamos a dar, mamonazo! ¡Sal!
En ese momento se abre violentamente la puerta y sale el mexicano más grande del mundo. Me agarra por la camisa y me levanta hasta mantenerme de puntillas…
―Te has equivocado, ¿verdad? ¡Dime qué te has equivocado, güey!
―Sí, sí… Me he equivocado. ―Respondo, casi sin aliento y perdido en la negra ira de su mirada.
―Estábamos buscando al Quino… ¡Perdona hombre! ―Intenta mediar Faco.
―¿Al Quino? ―Replica el gigante al tiempo que me suelta de la pechera. ―En la pista se ha desmayado uno.
Faco y yo nos miramos durante un par de segundos. Tiene que ser él. No cabe duda. Es el que peor tolera el alcohol de los tres.
Al llegar a la zona de baile, justo en el centro de una solitaria pista, hay una silla de plástico verde. Quino está inconsciente, desparramado sobre ella. Tiene el cuello doblado y la cabeza sobre su vomitado pecho. Le echamos agua de un macetón que hay cerca. Parece que empieza a reaccionar. Lo cogemos cada uno por un brazo y lo arrastramos hasta el coche. Ya apenas queda nadie en los aparcamientos. Las luces y las chicas se fueron con nuestra autoestima intuyendo la llegada del alba.
Metimos a Quino en la parte de atrás de la furgoneta y salimos en busca de café.
El único tugurio abierto es una bar de barrio donde los primeros borrachos de la mañana inician su particular peregrinaje. Entramos dando tumbos. Los alcohólicos, los vagabundos y los colgados de la noche no pueden disimular su extrañeza al vernos llegar. Faco tiene restos de sangre seca en la boca. Yo tengo el cuello de la camisa rasgado por el gigante. Quino permanece quieto frente al gran espejo que preside la entrada. La humedad del agua del macetón se ha mezclado con los restos de enchilada y el mantillo, atrayendo las barreduras de cemento y yeso del suelo de la furgoneta.
―¡¿Qué coño ha pasado?! ―Pregunta sin apartar la mirada del espejo.
Faco y yo permanecemos en silencio. Sentados en la barra. Hipnotizados por el remolino que forma la cucharilla en la taza de café. En la radio, un locutor comenta que la organización del certamen de belleza de anoche había sido lamentable. Incluso unos jóvenes ebrios habían osado interrumpir la entrevista a las estrellas invitadas al evento: los Héroes del Silencio. Uno de mis grupos preferidos.
Al final nos enredamos.
La noche nos fue engullendo hasta que nos regurgitó en algún callejón oscuro, sin luna y lejos de cualquier parte. Aquel día Satanás, el caballo negro de don Cenobio, nos llevó hasta las puertas del mismísimo infierno. Pero viendo la que habíamos liado, no nos dejaron entrar.
No me canso de leerla. Es una historia increíblemente buena, digna de una película. Eres un "crack".
ResponderEliminar¡Gracias! Es verdad qué la he contado muchas veces... Yo tampoco me canso de ella.
EliminarEsperaba con "ansia viva" el siguiente relato.
ResponderEliminarEsperaba con anhelo inusitado un relato navideño lleno de ternura.
Esperaba ávido un recuerdo de guirnaldas y abetos de plástico.
Para nada esperaba reírme tanto.
Un "no parar".
Intentando tocar todos los palos... La próxima igual hago un musical, Jajaja. Mil gracias.
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