Un poema errante
Nunca te enamores de la novia de tu mejor amigo. Sobre todo si su corazón aún le pertenece. Es un amor frágil. Achacoso. Enfermizo. Con la única promesa de una larga convalecencia que no te dejará cicatrizar. Porque lo que está condenado a morir joven corre el riesgo de eternizarse. El dolor, el desconsuelo y la angustia nunca se olvidan. El placer sí.
No buscaba una relación larga. La última no terminó bien. Murió estrangulada por un millón de discusiones etéreas y un par de sueños de grandeza. Pero cuando tu habitación sabe a cerveza caliente y las paredes se estrechan tanto que no te dejan respirar. Cuando el teléfono enmudece. Ríe. Se burla. Te ignora. Cuando vuelves a ir y vuelves a venir. Cuando te sientas aquí y te levantas allí. El mismo silencio. Las mismas paredes. El mismo sabor. Cuando el reloj atrasa y el polvoriento vinilo sigue girando tras la última canción… entonces te armas de valor y vuelves a salir.
Raquel terminó con Fabio por quinta vez. Estaba cansada de sus devaneos con Clara, la administrativa de la empresa. Aunque mi amigo era Fabio, Raquel siempre supo conectar conmigo. Sabía escucharla. Le encantaba charlar de poesía y de música. Por eso, cuando me llamó tras la pelea para contarme que su novio había decidido marcharse de forma indefinida a trabajar al extranjero, no me resultó extraño.
Quedamos en la cafetería de siempre. Nos atendió el mismo camarero, con las mismas canciones y el mismo café. Pero todo era distinto. Jamás vi a Raquel tan bella. Tan sensual. Tan provocativa. Jamás vi a Raquel sin Fabio.
Pronto nos olvidamos de los espectros del pasado. El atardecer nos embriagó con el aroma del café, con sus versos, con sus acordes. La sobremesa terminó en cena. Y la cena en deseo.
La luna llena se alió con nosotros y decidimos fugarnos a la playa para corresponderle. Sabía que ella intentaba darle celos a Fabio. Sabía que yo había bajado la guardia. Aun así, me dejé llevar. Recordé que mi fiel amigo intentó un par de veces quedar con mi novia al poco de terminar, así que estaba más que justificado.
Como un inquietante presagio, dejamos en el coche a Eric Clapton y Layla. Un paseo corto para tumbarnos cerca de la orilla. Cada risa se acompañaba de un roce. De una caricia. La sutileza fue engullida por el descaro hasta que estuvimos tan cerca, que era imposible respirar sin robarle el aire al otro.
Mantuvimos la mirada mientras una vela encendida derrama lágrimas de cera que van dibujando recuerdos en la arena. A lo lejos, cerca del horizonte, luces artificiales y ruidos sincronizados danzan alrededor de turbias siluetas que se devoran en la noche.
Raquel me pide un poema.
Esta noche no puedo. Demasiados fantasmas. Demasiadas cadenas. Sólo quiero fundirme contigo en un abrazo eterno. Y mañana, antes del amanecer, cuando tu corazón encuentre a su dueño, me alejaré sonriendo mientras las últimas estrellas me pregunten tu nombre.
Llegué a casa la mañana siguiente. El mismo silencio que ayer me ahogaba hoy me enfervoriza, me provoca, me excita. Pasé la semana siguiente escondido en ese silencio. Un silencio sólo mancillado por mis pensamientos. Pensamientos sobre el amor frágil, achacoso, enfermizo. Sobre la interminable convalecencia.
Pero había una fuerza mayor, incontrolada, soberbia, que me repetía sin cesar… tan sólo quiere un poema.
Un poema.
Así que me senté y, de forma vertiginosa, la tinta se diseminó por el papel en forma de verso. Sentí alivio, aún sabiendo que lo que está condenado a morir joven corre el riesgo de eternizarse.
Porque ayer distraída te olvidaste,
en tu dulce labio errante gota,
hoy me retuerzo y casi me deshago
esperando que llegue la mañana
y entre las sábanas me descubra,
de su eterno disfraz de madrugada,
de nuevo, tu boca, tu dulce labio, tu gota.
Salí a buscarla para entregarle el poema. No pensaba recuperarla. Nunca fue mía. Más bien era como el bálsamo de Fierabrás que exigían nuestras heridas.
En la puerta de la cafetería, la de siempre, me encontré con su hermana. Me dijo que Raquel no estaba. Tomó un avión esa misma mañana. Fabio, arrepentido, la llamó el día antes y le recitó otro poema. Uno que necesitaba oír.
Regresé a mi habitación. A las paredes estrechas. A la cerveza caliente. Con un lamento sin rima, con una frase desamparada. Con un poema errante y nadie para leer.
El reloj vuelve a atrasar y un polvoriento vinilo sigue girando tras la última canción.
No buscaba una relación larga. La última no terminó bien. Murió estrangulada por un millón de discusiones etéreas y un par de sueños de grandeza. Pero cuando tu habitación sabe a cerveza caliente y las paredes se estrechan tanto que no te dejan respirar. Cuando el teléfono enmudece. Ríe. Se burla. Te ignora. Cuando vuelves a ir y vuelves a venir. Cuando te sientas aquí y te levantas allí. El mismo silencio. Las mismas paredes. El mismo sabor. Cuando el reloj atrasa y el polvoriento vinilo sigue girando tras la última canción… entonces te armas de valor y vuelves a salir.
Raquel terminó con Fabio por quinta vez. Estaba cansada de sus devaneos con Clara, la administrativa de la empresa. Aunque mi amigo era Fabio, Raquel siempre supo conectar conmigo. Sabía escucharla. Le encantaba charlar de poesía y de música. Por eso, cuando me llamó tras la pelea para contarme que su novio había decidido marcharse de forma indefinida a trabajar al extranjero, no me resultó extraño.
Quedamos en la cafetería de siempre. Nos atendió el mismo camarero, con las mismas canciones y el mismo café. Pero todo era distinto. Jamás vi a Raquel tan bella. Tan sensual. Tan provocativa. Jamás vi a Raquel sin Fabio.
Pronto nos olvidamos de los espectros del pasado. El atardecer nos embriagó con el aroma del café, con sus versos, con sus acordes. La sobremesa terminó en cena. Y la cena en deseo.
La luna llena se alió con nosotros y decidimos fugarnos a la playa para corresponderle. Sabía que ella intentaba darle celos a Fabio. Sabía que yo había bajado la guardia. Aun así, me dejé llevar. Recordé que mi fiel amigo intentó un par de veces quedar con mi novia al poco de terminar, así que estaba más que justificado.
Como un inquietante presagio, dejamos en el coche a Eric Clapton y Layla. Un paseo corto para tumbarnos cerca de la orilla. Cada risa se acompañaba de un roce. De una caricia. La sutileza fue engullida por el descaro hasta que estuvimos tan cerca, que era imposible respirar sin robarle el aire al otro.
Mantuvimos la mirada mientras una vela encendida derrama lágrimas de cera que van dibujando recuerdos en la arena. A lo lejos, cerca del horizonte, luces artificiales y ruidos sincronizados danzan alrededor de turbias siluetas que se devoran en la noche.
Raquel me pide un poema.
Esta noche no puedo. Demasiados fantasmas. Demasiadas cadenas. Sólo quiero fundirme contigo en un abrazo eterno. Y mañana, antes del amanecer, cuando tu corazón encuentre a su dueño, me alejaré sonriendo mientras las últimas estrellas me pregunten tu nombre.
Llegué a casa la mañana siguiente. El mismo silencio que ayer me ahogaba hoy me enfervoriza, me provoca, me excita. Pasé la semana siguiente escondido en ese silencio. Un silencio sólo mancillado por mis pensamientos. Pensamientos sobre el amor frágil, achacoso, enfermizo. Sobre la interminable convalecencia.
Pero había una fuerza mayor, incontrolada, soberbia, que me repetía sin cesar… tan sólo quiere un poema.
Un poema.
Así que me senté y, de forma vertiginosa, la tinta se diseminó por el papel en forma de verso. Sentí alivio, aún sabiendo que lo que está condenado a morir joven corre el riesgo de eternizarse.
Porque ayer distraída te olvidaste,
en tu dulce labio errante gota,
hoy me retuerzo y casi me deshago
esperando que llegue la mañana
y entre las sábanas me descubra,
de su eterno disfraz de madrugada,
de nuevo, tu boca, tu dulce labio, tu gota.
Salí a buscarla para entregarle el poema. No pensaba recuperarla. Nunca fue mía. Más bien era como el bálsamo de Fierabrás que exigían nuestras heridas.
En la puerta de la cafetería, la de siempre, me encontré con su hermana. Me dijo que Raquel no estaba. Tomó un avión esa misma mañana. Fabio, arrepentido, la llamó el día antes y le recitó otro poema. Uno que necesitaba oír.
Regresé a mi habitación. A las paredes estrechas. A la cerveza caliente. Con un lamento sin rima, con una frase desamparada. Con un poema errante y nadie para leer.
El reloj vuelve a atrasar y un polvoriento vinilo sigue girando tras la última canción.
Cuanto sentimiento, cuánta verdad. Sublime.
ResponderEliminarMil gracias, una vez más.
EliminarParece un videoclip de Joe Cocker.No me malinterpreteis. Cuando lo vemos en la televisión y,sin conocer la letra, nos evoca sentimientos, no pensamos que, como en este caso, cuando las cámaras dejan de rodar y los focos se apagan...lo que quedan son los sentimientos, los recuerdos...el dolor.
ResponderEliminarMíralo ahora desde la distancia y dime, ¿acaso no es infinitamente mejor el presente?
Veamos el pasado en "625 lineas" y disfrutemos el presente en "4K".Los recuerdos siempre guardan una sonrisa tras las sombras que una vez nos parecieron insondables.
Gran relato, como siempre. A esperar el siguiente.
Siempre. El presente será mejor siempre. Es la certeza de que estamos vivos para seguir recordando. El pasado tampoco fue tan bonito cuando era presente. ¡Gracias!
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