A propósito de la dignidad

     Después de terminar el servicio militar y retomar de manera fugaz mi trabajo en la carnicería, me encontré con mi primera situación oficial de desempleo. Tenía veinte años y más tiempo libre que nunca. El finiquito y las prestaciones me ayudarían a cumplir mi sueño: tocar la guitarra en una buena banda de rock. Lo malo de crecer en un barrio obrero es que, a menudo, se tiene el sueño ligero, y ver a mi madre fregando cubos de basura en la comunidad de vecinos por ciento veinte pesetas al día, hubiese despertado al mismísimo Morfeo.

     Creo que fue Aristóteles quien dijo que la dignidad no consiste en poseer honores, sino en merecerlos.

     Cuando mi vecino Celestino apareció por casa comentando que necesitaban un conductor de furgoneta en la obra, no me pude negar. Apoyé mi Talmus Stratocaster una vez más sobre la pared de mi cuarto y me zambullí de lleno en el maravilloso mundo de la construcción.

     Era una de las mayores empresas constructoras del momento. Yo Estaría a cargo de una especie de «departamento de compras». Mi trabajo consistía, básicamente, en abastecer con distintos materiales ―y una Renault Express―, a algunas de las obras más importantes de la futura Expo 92 de Sevilla.

Además, solía ir a reservar habitaciones de hoteles, restaurantes de lujo, repartía «gratificaciones» a los peces gordos que agilizaban permisos o miraban hacia otro lado. En fin, un largo y nauseabundo etcétera que mi juventud e inexperiencia entendían normal por ser habitual en mi quehacer diario. Sin embrago, había una cosa que me jodía bastante. Era acudir al puticlub de moda a reservar la zona VIP para los señores ejecutivos que acababan de cerrar un buen trato. Sólo hacía eso. Me mandaban. Iba. Dejaba el recado. Y me largaba. Pero era suficiente para sentirme humillado. Me resultaba denigrante. Más que un cómplice me daba la sensación de formar parte de la misma mercancía.

     El más putero era Don Luis. Un recalcitrante sexagenario, millonario y viejo verde, siempre trajeado, con un humor de perros y una expresión de asco permanente en su cara. Era ingeniero de caminos y máximo representante de la zona sur. Estaba tan por encima de mí que nunca se dignaba a saludarme. Es más, un día, en la obra, revisando las medidas de un muro, llegó a pisarme las manos con sus Martinelli y continuó la marcha como si hubiera caminado sobre grava.

     Justo bajo su mando estaba mi jefe directo, don Chema. Tenía apenas cuatro años más que yo. Era hijo de un acaudalado matrimonio muy famoso en Madrid. Su padre, un Arquitecto de prestigio, pertenecía a la gerencia en la sede central. Don Chema lo tuvo todo en la vida sin necesidad de pedirlo. Arquitecto también, pijo por antonomasia y de un facha rancio impropio para su edad. Le hacía gracia mi forma de hablar y mi chulería andaluza. Me trataba casi como una atracción de circo con la que intentar rebajar la tensión de las maratonianas reuniones con los altos directivos. Aparecía entre tanto traje con mis vaqueros rotos, mi botas de motero y mi chupa de cuero. Y no me callaba ante ninguna injusticia. No toleraba que intentaran humillarme. Mis contestaciones eran a veces tan bordes que no entendía por qué no me despedían. Quizá sabía demasiado acerca de sus juergas nocturnas y preferían tenerme cerca, más o menos controlado. Para mí tan sólo era cuestión de dignidad.

     Tenía unos pantalones vaqueros muy desgastados con una peculiaridad: ¡eran rusos! Tenían una chapa rectangular en la trabilla trasera con una inscripción en cirílico, o algo parecido, y la portañuela presentaba cuatro grandes botones metálicos en los que se leía CCCP. Me los ponía a menudo para trabajar. No tenía nada que ver con políticas extremistas ni historias raras. En ese momento mi rollo era otro. Simplemente eran baratos, muy resistentes y me quedaban bien. La única ideología que conocía era la poesía reivindicativa de clase obrera con la que Springsteen continuaba deleitándome, varios años después de editar su magistral Born in the USA. Así que mis hermanos solían regalarme camisetas y ropa interior estampados con temática americana. Ese día llevaba unos boxer blancos con una enorme bandera de EEUU en el centro, simulando la portada del disco de mi héroe americano. Encima, mis vaqueros rusos. ¿Dicotomía malintencionada? Más bien casualidad de una colada caprichosa.

     Quiso el destino que ese día hubiera reunión de directivos en la oficina central. Don Chema me reclama y entro en la sala de juntas. Me pide que le traiga la certificación del mes pasado. Todos miran. Esperan a que haga su gracia habitual. Como buen pijo y niño de papá, es un enamorado del yanqui inflexible, del sueño americano, del capitalismo más cruel e implacable; por eso le llama la atención mis vaqueros rusos, y entendiéndolo como vestigio proletario, comienza con la mofa:

     ―¡Jajaja! ¡Mirad, tiene CCCP en la polla!

     ―¡Jajaja! Osea, ¡¿no es justo ahí dónde tendrían que estar todos?!

     Durante un par de segundos aguanté el tirón. Me mordí el labio. Pensé en Aristóteles. En la dignidad. En la cualidad del que se hace valer como persona. Y me dije, no lo hagas. Pero tenía veinte años y era, en esencia, un chico de barrio. Así que lo hice. Sí. Me subí en la mesa y, entre las risas de mis superiores, comencé a desabrochar uno a uno los botones metálicos con las siglas CCCP del pantalón. Me los bajé hasta la mitad de los muslos y les mostré la hermosa bandera de EEUU de mis calzoncillos, añadiendo:

     ―No. En la polla tengo a estos.

     ¿Dicotomía malintencionada? Más bien casualidad de una colada caprichosa. Insisto.

     Las risas se intensificaron y cambiaron de payaso, cosa que a don Chema no le gustó en absoluto. Mi descaro pudo con su intento de humillación. Puso fin rápidamente, sacando las llaves de su nuevo y flamante coche y lanzándolas contra mi pecho.

     ―Toma. Llévalo al taller. Lo están esperando. Tiene un pequeño golpe en la tulipa del intermitente delantero derecho. Se lo van a cambiar y a pintar. Te he visto conducir. Más te vale que lo traigas intacto.

     El papá de don Chema le había regalado uno de los primeros Jeep Grand Cherokee de alto lujo que vinieron a España. Automático, todo el interior forrado de cuero beige y un cuadro de mando que parecía un boeing 747. Aunque yo era el conductor oficial, nunca me dejaba cogerlo. Conducía todos los vehículos de los directivos y de la empresa, menos ese. Pero mi inesperada respuesta a su intento de mofa, le había hecho bajar la guardia. Craso error.

     Nada más entrar en el coche recordé cuando «tomé prestada» la bicicleta de mi primo en aquella siesta veraniega, cuando era niño. ¡¿Qué podía pasar?! Camino al taller, daría un pequeño rodeo por las carreteras en obra que hoy conforman la «ronda supernorte» en Sevilla, a la altura del Huevo de Colón. Por allí estuve emulando a Carlos Sainz hasta que un inoportuno tronco de eucalipto, salido de las mismas fauces de Belcebú, me dejó claro aquello de la impenetrabilidad física. La ostia fue tan grande que el 4x4 se mantuvo a dos ruedas casi diez metros antes de estamparse contra una duna de la falsa cuneta. Me bajé y lo vi. Había destrozado el coche.

     El estropicio era tremendo. Pero justo en la misma aleta delantera derecha donde estaba originariamente el arañazo y la tulipa cascada. Me monté en el Jeep y, a duras penas, conseguí llegar al taller, irrumpiedo con seguridad:

     ―Buenas tardes. ¿El responsable de taller, por favor?

     ―Sí. Yo soy. Dígame.

     ―Le traigo el coche de don Chema, creo que lo están esperando…

     ―Sí, sí… claro. Vamos a verlo. Es la tulipa derecha, ¿no?  

     ―Bueno… la tulipa y la aleta. La llanta y el faro… ¡tiene un buen golpe, eh!

     ―¡Ostia! ¡¿Pero ésto qué es?! ¡Si me dijo este tío que no era nada!

     ―Tú sabes cómo es don Chema para estas cosas… ¡Yo de ti le iba metiendo mano ya!

     ―Venga vale. Ahora lo llamo y le doy el nuevo presupuesto. ¡La virgen qué majazo ha dado el pijo este!

     Cuando don Chema me vio llegar en taxi, enseguida me asaltó:

     ―Juan. ¿Tanto tiene el coche? Me acaba de llamar el jefe de taller con un presupuesto que podemos hacer otro puente como el del quinto centenario.

     ―Usted sabe, don Chema, cómo son los americanos para las piezas… Si se hubiera comprado un LADA


     Los obreros, viendo la chulería con la que me enfrentaba a los jefes, me eligieron, casi por unanimidad, presidente del comité de empresa. Yo no quería. Pero me sentía alagado por el resultado, por tanta confianza... además, quedaría blindado ante la posibilidad de despido, ya que intuía que me iba quedando poco crédito.

     Tenía veintiún años cuando me tocó negociar el nuevo convenio. Acudí a la reunión con mi uniforme rockero habitual. Dejé la carpeta y mis Ray Ban Wayfarer sobre la mesa. Entraron don Luis, don Chema, los abogados de la empresa y un montón de trajes de Armani parlantes. Desde el primer momento, como suele ocurrir, era un constante y reiterativo golpeo contra el muro. No me tomaban en serio. Ya avanzada la tarde, la cosa se puso especialmente difícil, la amenaza de huelga sobrevolaba la habitación y a nadie parecía importarle. Así que se me ocurrió apelar a la dignidad humana.

     ―¡¿Dignidad?! ―Respondió de inmediato don Luis, en la primera vez que se dirige directamente a mí, en toda su vida. ―¡¿Un mocoso inculto como tú me va a hablar a mí de dignidad?! ¡Empieza por aprender a vestir! ―Continuó, degenerando y alejándose cada vez más del respeto y la cordura.

     A la mañana siguiente, nada más entrar en la oficina prefabricada que había junto a la obra, me topo con don Chema, que ha salido a mi encuentro al verme:

     ―Juan, Juan... ¡no se te ocurra entrar! Don Luis está en su oficina con una papa tela de grande. ―Me advierte don Chema, con media sonrisa burlona.

     ―Tengo que entrar. Las llaves de la furgoneta están dentro. ―Le respondo sin reirle la gracia.

     ―Es qué... Anoche pegó un piñazo con el coche y ha perdido la documentación y la dentadura postiza. Coge un taxi y recoge lo que puedas. ―Insiste el pijo.

     El coche era una berlina de lujo deslucida por el polvo de obra acumulado sobre la estilizada carrocería. Abrazaba en forma de «V» la farola de un lujurioso polígono industrial. Dentro, la tapicería de cuero mostraba huellas de barro, unas bragas y lo que no hace mucho eran unas gafas de vista. Un Martinelli huérfano, que mis nudillos recordaron de inmediato, y una dentadura postiza que intentaba emerger de un charco de vómito ya casi seco, completaban la estampa.

     De regreso a la oficina, don Chema, ahora escoltado por el jefe de obra, me pide el preciado botín. Una bolsa de papel que llevo en mi mano. Es una buena oportunidad para prenderse una nueva medalla. Pero no. Me toca mover ficha y me encantan las películas de James Dean. 

     Abro la puerta y encuentro a don Luis desparramado en su sillón de piel. No lleva chaqueta, sólo la camisa blanca con restos de vómito y la corbata ladeada. Los pelos del lateral con los que solía disimular su alopecia forman una maraña detrás de la oreja. Apenas puede fijar la mirada en mi. Pero tengo la paciencia suficiente para esperar a que me enfoque.

     ―¡Buenos días Don Luís! ―Saludo con ironía― Hasta un mocoso inculto como yo sabe que la dignidad empieza por respetarse a sí mismo. Cuando lo consiga, hablamos de respetar a los demás.

     Abro la bolsa de papel y dejo caer su dentadura sobre los papeles del escritorio.

     No tener honores no siempre significa que no los merezcas. Es lo bueno de crecer en un barrio obrero. Nunca dejas de soñar, aunque tengas el sueño ligero.

Comentarios

  1. Historia chula y burlesca. Me encanta.

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  2. ¡Magnífica!
    ¡Real!
    ¡Un estilo sincero y directo!
    ¡Lo compraría para hacer un corto!
    ¡Bravo...Bravo...y Bravo!

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    1. ¡Pues corre, corre... qué me la quitan de las manos! jajaja. ¡Mil gracias!

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