Como en una película de Tarantino
Como en una película de Tarantino. Sólo faltó la sangre. Pero claro, no somos americanos.
Aquella mañana de sábado no tenía nada de especial. Ni siquiera la resaca. Quino, Francis, Candy y yo, apuramos la madrugada como de costumbre. En la discoteca, el pinchadiscos y la banda sonora de Dirty Dancing nos insinúan que tal vez va siendo hora de irse a casa. Paramos un taxi. El taxista, un gigante rabúo, acebonao y con la cara del que peleaba con James Bond, sin duda esperaba otro tipo de clientela.
Yo tenía una habilidad. Era capaz de nebulizar polvitos de estornudar en medio de una reunión sin que nadie se percatara. ¡Pfff, y ya estaba en el ambiente! Lo cierto es que no hicimos nada que mereciera tal recibimiento. Me enerva que no me devuelvan el saludo. De modo que sí. Lo hice. Esparcí esa mierda por todo el taxi. En pocos segundos mis ineludibles cómplices lo advierten. Se miran unos a otros al tiempo que tratan de contener las respiración. El orco comienza a estornudar con violencia. Sólo se detiene para coger aire y cargarse en todo lo cagable.
―¡La puta madre qué parió..! ¡¿Qué coño habéis echado?!
―No hombre. Nada, nada… es que este año hay mucho polen. ―Contesta mi buen amigo Francis, intentando en vano evitar lo inevitable.
―¡Polen! ¡Qué polen ni ostia! ¡Ya estáis todos en la puta calle!
El resto del camino a casa lo disfrutamos paseando por las callejuelas del barrio, embriagados aun por los efluvios de Dioniso y el aroma a dama de noche de la alborada. Imposible no seguir abusando de su divinidad e implorar la redención de las obligaciones y los deberes cotidianos.
―Killo, yo no tengo sueño. ―Apunta Candy, pretendiendo estirar la noche.
―Yo tampoco. ―Le respondo, adelantándome al resto.
―¿Por qué no nos vamos de camping hasta el domingo? ―Sugiere Quino.
―¿Os recojo a las nueve en la esquina del Oasis? ―Insiste Candy, reforzando la acertada idea de Quino.
―Venga, preparamos un macuto rápido y le pedimos la tienda al Gamuza. ―Concluye Francis, con la voz entrecortada aun por algún estornudo residual.
Los últimos compases de aquella primavera indecisa servían como preámbulo a otro sofocante verano más, momento oportuno para los títulos de créditos. Quino fue el primero en llegar. Escucha Geronimo´s Cadillac en su nuevo walkman, mientras apura un segundo cigarrillo, de pie, junto al escaparate de la tienda de ropa que hace esquina con el Oasis, nuestro antiguo centro neurálgico. Junto a él está Francis. Lleva su camisa preferida, estampada de forma mareante con un sinfín de diminutas gafas. Ojea los restos de un roído Súper Pop que alguien olvidó en la parada del autobús. Detrás, al fondo, me encuentro yo, apoyado en el semáforo que regula el cruce.
Treinta y cinco minutos tarde, toma la curva que da entrada a la avenida principal el Renault Supercinco Saga de Candy. Su gran rótulo de Turbo ―que ocupa casi toda la luna trasera― y un blanco nuclear impoluto lo hacen destacar entre los demás. Abrimos el portón, con su inconfundible pegatina de Mango en un lateral, colocamos los macutos y la bolsa con la tienda de campaña.
Tras un breve forcejeo por el asiento del copiloto, subimos a bordo. El interior huele igual que la planta baja del Corte Inglés. Imposible encontrar una mota de polvo. Ante nosotros se abre un raudal de alquitrán y grava. Sesenta caballos de potencia sobre ochocientos kilos de chapa, aluminio, cromo y un MxOnda que pone banda sonora. Somos jóvenes. Somos libres.
Veinte kilómetros entre trigales y girasoles aguantó la resaca sin desayuno. Una aglomeración de camiones junto a una vieja venta decidió por nosotros. Pese a faltar poco para el mediodía, el garito estaba casi en penumbra. Sin apenas ventilación, desprendía un olor rancio. Agusanado. Las suelas se pegaban al suelo y emitían un chicloso chirrido con cada paso, lo que provocó que toda la clientela se fijara en nosotros. El dueño, un señor regordete con una churretosa camiseta de Frigo y barba de tres días, nos trae el desayuno. Quino se ha decantado por pan de pueblo poco hecho y bañado en zurrapa de hígado, tan sospechosamente líquida que las moscas revolotean con miedo a posarse y quedar atrapadas. Francis sólo toma café. Candy y yo, algo más escrupulosos, optamos por la clásica tostada de aceite y café con leche. Pagamos a escote y retomamos la marcha.
El sol ya se instaló sobre nosotros y aprieta con ferocidad sureña. El interior del coche empieza a recalentarse. Quino hace rato que no habla. Apenas sonríe con las viejas anécdotas y los chistes de Eugenio…
―¡Quillo..! ¿Estás bien? ―Se preocupa Candy, al tiempo que disminuye la amplitud de su sonrisa.
Pero Quino no contesta. No puede. Su postura lo hace por él. Piernas encogidas sobre el abdomen, brazo derecho sólidamente agarrado al salpicadero y unas sutiles gotitas de sudor que se van insinuando en su amplia frente…
―¡Para tío, para el puto coche! ¡Por tu madre… qué no puedo más! ―Irrumpe Quino, con un agónico lamento, casi una exhortación apocalíptica.
Habíamos cruzado la avenida principal del último pueblo. Candy detuvo el Supercinco en un pequeño parque que se abría hacia una especie de zona residencial, justo en la puerta del bar del club social.
Quino se apresura a salir. Aligera la marcha sin flexionar ninguna articulación de sus piernas. Los puños, cerrados con todas sus fuerzas, se balancean hacia delante y detrás en una animada caricatura. Entra como un robot directo al servicio. No hay nadie aún en el local. El dueño aparece tras la cortina de la alacena. Acaba de limpiar los baños. El fuerte olor a lejía y Taifol lo delata.
Los demás, para disimular, pedimos un par de vasos de agua y cambio para el billar. Pasan los minutos y nadie habla. Como si de la escena final del El bueno, el feo y el malo se tratara, cruzamos miradas sin atrevernos a desenfundar. Francis coloca con parsimonia la bolas en el triángulo. Candy lo observa.
Demasiado tiempo. Algo pasa. Decido acercarme a los servicios. El camarero no me quita ojo. Todo transcurre en silencio y como a cámara lenta. De repente, un estruendo abre de par en par las puertas del mismísimo infierno. Quino resbala al salir. Tiene manchadas las suelas y el pantalón. No lleva camisa. Pero con un hábil escorzo recupera la verticalidad mientras grita:
―¡¡ARRANCAAAAAAAA!!
El dueño se demora al buscar la vara de avellano con la que pretende despedirnos, lo que nos otorga una preciosa ventaja. El coche rachea y trata de perderse en el horizonte, mientras en el retrovisor languidece la imagen de la ira, haciendo inútil su carrera.
―¡¡Joder, cómo me estás poniendo el coche, tío!! ¡¿Y dónde está tu puta camisa...?!
―¡No había papel tío, NO HABÍA PAPEEEEEEEL!
Sí. Como en una película de Tarantino. Sólo faltó la sangre. Pero claro, no somos americanos.
Aquella mañana de sábado no tenía nada de especial. Ni siquiera la resaca. Quino, Francis, Candy y yo, apuramos la madrugada como de costumbre. En la discoteca, el pinchadiscos y la banda sonora de Dirty Dancing nos insinúan que tal vez va siendo hora de irse a casa. Paramos un taxi. El taxista, un gigante rabúo, acebonao y con la cara del que peleaba con James Bond, sin duda esperaba otro tipo de clientela.
Yo tenía una habilidad. Era capaz de nebulizar polvitos de estornudar en medio de una reunión sin que nadie se percatara. ¡Pfff, y ya estaba en el ambiente! Lo cierto es que no hicimos nada que mereciera tal recibimiento. Me enerva que no me devuelvan el saludo. De modo que sí. Lo hice. Esparcí esa mierda por todo el taxi. En pocos segundos mis ineludibles cómplices lo advierten. Se miran unos a otros al tiempo que tratan de contener las respiración. El orco comienza a estornudar con violencia. Sólo se detiene para coger aire y cargarse en todo lo cagable.
―¡La puta madre qué parió..! ¡¿Qué coño habéis echado?!
―No hombre. Nada, nada… es que este año hay mucho polen. ―Contesta mi buen amigo Francis, intentando en vano evitar lo inevitable.
―¡Polen! ¡Qué polen ni ostia! ¡Ya estáis todos en la puta calle!
El resto del camino a casa lo disfrutamos paseando por las callejuelas del barrio, embriagados aun por los efluvios de Dioniso y el aroma a dama de noche de la alborada. Imposible no seguir abusando de su divinidad e implorar la redención de las obligaciones y los deberes cotidianos.
―Killo, yo no tengo sueño. ―Apunta Candy, pretendiendo estirar la noche.
―Yo tampoco. ―Le respondo, adelantándome al resto.
―¿Por qué no nos vamos de camping hasta el domingo? ―Sugiere Quino.
―¿Os recojo a las nueve en la esquina del Oasis? ―Insiste Candy, reforzando la acertada idea de Quino.
―Venga, preparamos un macuto rápido y le pedimos la tienda al Gamuza. ―Concluye Francis, con la voz entrecortada aun por algún estornudo residual.
Los últimos compases de aquella primavera indecisa servían como preámbulo a otro sofocante verano más, momento oportuno para los títulos de créditos. Quino fue el primero en llegar. Escucha Geronimo´s Cadillac en su nuevo walkman, mientras apura un segundo cigarrillo, de pie, junto al escaparate de la tienda de ropa que hace esquina con el Oasis, nuestro antiguo centro neurálgico. Junto a él está Francis. Lleva su camisa preferida, estampada de forma mareante con un sinfín de diminutas gafas. Ojea los restos de un roído Súper Pop que alguien olvidó en la parada del autobús. Detrás, al fondo, me encuentro yo, apoyado en el semáforo que regula el cruce.
Treinta y cinco minutos tarde, toma la curva que da entrada a la avenida principal el Renault Supercinco Saga de Candy. Su gran rótulo de Turbo ―que ocupa casi toda la luna trasera― y un blanco nuclear impoluto lo hacen destacar entre los demás. Abrimos el portón, con su inconfundible pegatina de Mango en un lateral, colocamos los macutos y la bolsa con la tienda de campaña.
Tras un breve forcejeo por el asiento del copiloto, subimos a bordo. El interior huele igual que la planta baja del Corte Inglés. Imposible encontrar una mota de polvo. Ante nosotros se abre un raudal de alquitrán y grava. Sesenta caballos de potencia sobre ochocientos kilos de chapa, aluminio, cromo y un MxOnda que pone banda sonora. Somos jóvenes. Somos libres.
Veinte kilómetros entre trigales y girasoles aguantó la resaca sin desayuno. Una aglomeración de camiones junto a una vieja venta decidió por nosotros. Pese a faltar poco para el mediodía, el garito estaba casi en penumbra. Sin apenas ventilación, desprendía un olor rancio. Agusanado. Las suelas se pegaban al suelo y emitían un chicloso chirrido con cada paso, lo que provocó que toda la clientela se fijara en nosotros. El dueño, un señor regordete con una churretosa camiseta de Frigo y barba de tres días, nos trae el desayuno. Quino se ha decantado por pan de pueblo poco hecho y bañado en zurrapa de hígado, tan sospechosamente líquida que las moscas revolotean con miedo a posarse y quedar atrapadas. Francis sólo toma café. Candy y yo, algo más escrupulosos, optamos por la clásica tostada de aceite y café con leche. Pagamos a escote y retomamos la marcha.
El sol ya se instaló sobre nosotros y aprieta con ferocidad sureña. El interior del coche empieza a recalentarse. Quino hace rato que no habla. Apenas sonríe con las viejas anécdotas y los chistes de Eugenio…
―¡Quillo..! ¿Estás bien? ―Se preocupa Candy, al tiempo que disminuye la amplitud de su sonrisa.
Pero Quino no contesta. No puede. Su postura lo hace por él. Piernas encogidas sobre el abdomen, brazo derecho sólidamente agarrado al salpicadero y unas sutiles gotitas de sudor que se van insinuando en su amplia frente…
―¡Para tío, para el puto coche! ¡Por tu madre… qué no puedo más! ―Irrumpe Quino, con un agónico lamento, casi una exhortación apocalíptica.
Habíamos cruzado la avenida principal del último pueblo. Candy detuvo el Supercinco en un pequeño parque que se abría hacia una especie de zona residencial, justo en la puerta del bar del club social.
Quino se apresura a salir. Aligera la marcha sin flexionar ninguna articulación de sus piernas. Los puños, cerrados con todas sus fuerzas, se balancean hacia delante y detrás en una animada caricatura. Entra como un robot directo al servicio. No hay nadie aún en el local. El dueño aparece tras la cortina de la alacena. Acaba de limpiar los baños. El fuerte olor a lejía y Taifol lo delata.
Los demás, para disimular, pedimos un par de vasos de agua y cambio para el billar. Pasan los minutos y nadie habla. Como si de la escena final del El bueno, el feo y el malo se tratara, cruzamos miradas sin atrevernos a desenfundar. Francis coloca con parsimonia la bolas en el triángulo. Candy lo observa.
Demasiado tiempo. Algo pasa. Decido acercarme a los servicios. El camarero no me quita ojo. Todo transcurre en silencio y como a cámara lenta. De repente, un estruendo abre de par en par las puertas del mismísimo infierno. Quino resbala al salir. Tiene manchadas las suelas y el pantalón. No lleva camisa. Pero con un hábil escorzo recupera la verticalidad mientras grita:
―¡¡ARRANCAAAAAAAA!!
El dueño se demora al buscar la vara de avellano con la que pretende despedirnos, lo que nos otorga una preciosa ventaja. El coche rachea y trata de perderse en el horizonte, mientras en el retrovisor languidece la imagen de la ira, haciendo inútil su carrera.
―¡¡Joder, cómo me estás poniendo el coche, tío!! ¡¿Y dónde está tu puta camisa...?!
―¡No había papel tío, NO HABÍA PAPEEEEEEEL!
Sí. Como en una película de Tarantino. Sólo faltó la sangre. Pero claro, no somos americanos.
Aún me estoy riendo. Espero ansioso una continuación o un siguiente relato. Bravo!!
ResponderEliminar¡Gracias!
EliminarDiría:" me meo...para cagarse de risa..."...pero lo "escatológico del relato ha sido suficiente.
ResponderEliminarOtro relato "épico " que Tarantino no dudaría en rodar...si supiese leer en Castellano.
Sublime, como siempre.
En cuenta atrás para el próximo relato.
Gracias, gracias, ¡gracias!
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