Te veo esta noche
Lolo tiene una habilidad especial para conseguir los últimos fichajes y completar el álbum antes que nadie. En el patio de vecinos, su lavadero se sitúa una planta por encima del mío, algo escorado a la derecha. Nos separan apenas ocho o diez metros. Tiene una risa contagiosa muy peculiar. Inconfundible. ¡Aajajaaaaa!
―¡Psss, psss! ¡Juan! ¿Estás despierto? ―Susurra mi buen amigo, igual de enamorado de las largas siestas estivales que yo.
―¡Sí! ―Le respondo, con el mismo tono.
―¡He comprado un paquete de estampas en la Prensa y me ha salido Zunzunegui del Hércules! ―Vocifera, descojonado e incapaz de contener la euforia. ―¡Aajajaaaaa!
―¡Ostía Lolo, el que te faltaba! ¡Qué suerte tienes mamón!
―Sí, tío… ¡Vente a mi casa y lo pegamos en el álbum!
Subía hasta la quinta planta saltando los escalones de tres en tres. Lolo me esperaba asomado al hueco de la escalera. Lanzaba algún escupitajo que esquivaba de milagro y en el último momento, gracias a mi sentido arácnido. ¡Será cabrito! Se presentaba a puerta gayola con el cromo de Zunzunegui en una mano y el pesado álbum en la otra.
Ya en su cuarto, tenía preparada la harina y el agua. Los mezclábamos con paciencia en un viejo tazón hasta conseguir un engrudo con la textura de la cola. Un pegote en cada esquina y otro en el centro. Zunzunegui pone fin a dos meses de trabajo. Lolo vuelve a salir victorioso un año más. No tiene rival.
Cierto día, mientras compartíamos un paquete de kikos Churruca, me preguntó si tenía mejor amigo. Yo le contesté qué no lo sabía. Hasta ese momento no me lo había planteado. En la calle éramos muchos. Unos te caían mejor y otros peor, pero el «mejoramiguismo» era harina de otro costal. Lolo se ofreció de inmediato. Sin dudarlo.
―Juan, yo creo que tú eres mi mejor amigo. Si quieres que yo sea el tuyo, lo seré.
―Bueno, vale Lolo. Por mi parte no hay problema.
―Genial. ¿Quieres más kikos?
Después supe que Lolo tenía amistades especiales repartidas por todo el barrio, dependiendo de la época, el juego o las modas. Pero como bien sentencia el viejo proverbio turco, «el que busca amigos perfectos, se queda sin amigos». Me caía genial y sabía que era algo mutuo. Con eso me bastaba.
Solíamos colarnos en los bares del barrio para recolectar las chapas de los botellines de cervezas y refrescos. Recortábamos cabezas de futbolistas de los cromos repes y configurábamos equipos completos. Un garbanzo lo más redondo posible hacía de balón y con alfileres para la ropa construíamos porterías y banquillos. Las líneas de las frías lozas del suelo servían para acotar el terreno de juego. También en ésto era el mejor. No había quién le ganara un partido. A veces rellenaba los platillos con cera de una vela para que pesaran más. Tuvimos que prohibirlo por decreto para ponérselo más difícil. De manera que redactamos un reglamento para unificar criterios. Una especie de código ético. Le siguieron la constitución oficial de las ligas de primera y segunda división, y los trofeos intervecinales. Una verdadera pasada.
Por aquella época, el fútbol ya se me empezaba a dar bien. Jugábamos en la calle con dos piedras como portería y con la máxima de «tres corners es penalty». Cuando metías un trallazo al que no llegaba el portero, siempre había un listillo que gritaba: ¡altaaa!, mientras el de al lado continuaba: ¡Y crujíos no valen!
Me hicieron una prueba en el equipo grande del barrio. Me federaron y me convertí en un gran goleador. Lolo era el único de mis amigos que iba de manera incondicional a verme. Se colocaba detrás de la portería donde mi equipo iba a atacar y lo oía celebrar mis goles con su risa particular. ¡Aajajaaaaa! Lo veía saltar entre gritos y palmas inundándome de energía positiva. Era justo lo que necesitaba para pelear por el siguiente balón como si me fuera la vida en ello. Después del partido paseábamos hasta casa.
―Quillo Juan… Tú juegas tela de bien al fútbol.
―¡Vaya hombre, Lolo! ¡No me digas que hay algo que hago mejor que tú!
―Juan, tú metes los goles como los alemanes… ¡Aajajaaaaa!
Ya en la calle, me pide que lo acompañe a su casa. Saca todos sus álbumes de la cajonera del mueble bar del salón. Le pasa la manga del jersey por encima y le aparta el polvo que los recubre. Los mira unos segundos…
―Toma Juan. Son tuyos. Nadie los apreciaría mejor que tú.
Bajamos al portal, se sienta a mi lado y me confiesa que está enamorado de Marta. Ya no le interesa nada más. Tan sólo es un año mayor que yo, pero en ese zaguán hay un hombre que se despide de un niño. Como en aquel óleo de Velázquez, el aguador, con esa especie de ceremonia de iniciación, en la que el anciano tiende la copa del conocimiento al muchacho más joven.
―¿Nunca te preguntas cómo será tu vida? ¿Qué te deparará el futuro? ―Filosofea Lolo, con la mirada perdida en el infinito.
No consigo responder. Intento seguirle. Pero no veo más allá de balón, de ese cuero rasgado por el albero, al qué no paro de dar vueltas entre mis manos.
―Yo me veo casado con Marta. Juego con mis hijos. Y soy feliz. ―Continua, mientras dirige sus ojos lentamente hacía los míos. Regresa del infinito y una melancólica sonrisa le empaña la mirada.
Los años fueron pasando y con ellos mi niñez. Pese a aferrarme a ella con todas mis fuerzas mientras agonizaba, intentando en vano retenerla un minuto más, también terminó por fluir.
Esa Semana Santa salimos juntos por el centro. Conocimos a dos chicas de Madrid que no estaban nada mal. Pasamos toda la tarde juntos. Nos despedimos con la promesa de escribirnos hasta que volviéramos a vernos. Los dos nos enamoramos de la misma. Él me lo confesó. Yo no dije nada. No quería hacerle daño. Los primeros contactos con el sexo opuesto me habían otorgado cierta seguridad en mi mismo. Sabía que ella me elegiría también a mí y Lolo se quedaría con la que menos le gustaba. Es algo que no podía controlar. Unos meses más tarde, la que nos gustaba a ambos volvió. Se citó en secreto con Lolo y se enrollaron. Vino corriendo y dando saltos a compartirlo conmigo. Decía que era la mujer de su vida. Se casaría con ella y tendría cien hijos… ¡Aajajaaaaa!
Ese día comprendí que también en ésto era el mejor. Rubio, con una melena rizada contenida y unos increíbles ojazos azules que abría de par en par, como para coger aire, justo antes de soltar su risa característica. No tenía rival. Las volvía a todas locas.
Los dos nos pusimos a trabajar pronto. Lolo ayudaba a su padre, que era un magnífico fontanero, y yo empezaba como mozo de almacén en Continente. Nos fuimos distanciando y cada vez nos veíamos menos.
A aquella Navidad le quedaba apenas una cabalgata. Lolo salió con la moto. Era un trayecto corto. Lo conocía a la perfección. No cogió el casco. Y no lo supo esquivar a tiempo.
Fue en una soporífera sobremesa tras las fiestas. Durante el turno de tarde. Mientras limpiaba el enorme mostrador que acababan de colocar en la carnicería. Absorto entre chuletas de cerdo y riñones de cordero. Perdido entre ofertas de fin de semana. Fue entonces cuando me enteré que Lolo había sufrido un accidente y había fallecido. Acababa de cumplir dieciocho años. No pude ir a despedirme. No te daban permiso para eso. Tampoco tuve valor para ir al entierro. Me afectó demasiado. Fui egoísta.
Pero un amigo de verdad, que te confiesa su incondicionalidad compartiendo su paquete de kikos. Un amigo que te regala sus álbumes sin pedir nada a cambio. Un amigo que te dice que juegas al fútbol como los jodidos alemanes. Un amigo así, nunca te abandona.
Apenas empezaba a echarlo de menos cuando se presentó por primera vez en mis sueños. Me iba a la cama tranquilo, sabía que tarde o temprano aparecería. No fallaba. Nos sentábamos en el zaguán y charlábamos. Lo hacía partícipe de mi vida. Se lo debía. Me despertaba con el mismo buen rollo que cuando lo oía celebrar un gol de los míos. ¡Uno alemán! He podido compartir con él todos los éxitos de mi vida... y siempre lo agradecía con su risa contagiosa. Peculiar. Inconfundible. ¡Aajajaaaaa!
Hoy me ha tocado limpiar la buhardilla. Y en una vieja caja de cartón, al fondo, prácticamente deshecha por culpa de la humedad, he ojeado tus álbumes. Te he visto saltar y gritar detrás de la portería. Me has vuelto a ganar a la chapas. Te volviste a llevar a la más guapa... Y, a pesar de ello, a pesar de estar escribiendo algo tan triste, no soy capaz de borrar la sonrisa en mi cara. Ese poder lo sigues teniendo.
Una vez leí que sólo morimos cuando muere la última persona que nos recuerda. Y aquí seguimos, amigo mío, dándote vida.
Te veo esta noche.
Conmovedor y emocionante al 100%.
ResponderEliminar¡Gracias!
EliminarCiertamente nadie desaparece mientras quede alguien que te recuerde.
ResponderEliminarConmovedor.Dificil anadir algo más, salvo una sonrisa de corazón para Lolo.
Descansa...y ríe en nuestros corazones.
Una sonrisa. Siempre. ¡Gracias!
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