El amor y otras moléculas

     Hubo una época en la que no necesitábamos que todo terminara en «ing» para que fuera divertido. Una época en la que el único «me gusta» que deseabas recibir era la sonrisa de tu vecina mientras saltaba la comba o enredaba sus piernas en el elástico. Te ponías a dar pataditas al balón y a girar en una errática órbita a su alrededor, con los ojos abiertos como platos, y un cosquilleo fabuloso te recorría el vientre explotando en tu pecho como una supernova. Era algo único. Mágico. Era amor… bueno, amoring, por si hubiera algún millennial despistado.

     Aquella época en la que todo el universo imaginable se reducía al patio del instituto. Una jungla compleja y excitante, tan cruel que podía engullirte si parpadeabas sin permiso. Una jungla que también era capaz de encumbrarte, cetro en mano, otorgándote el derecho a penetrar tras la humareda de vicio que se abría hacia el callejón sombrío, tras el gimnasio, lugar de reposo de lo dioses del Olimpo. Tambien mal llamados repetidores. Eso era otra liga. Otro deporte. Y yo estaba a años luz de allí. Bastante tenía con parpadear a escondidas.

     Carol no era muy alta. Tampoco tenía un cuerpo espectacular. Pero la dulzura de su cara te hacia olvidar todo lo demás. Pecosa.  De pelo castaño claro y ojos marrones, con un toque melancólico en su mirada que te cautivaba al instante. En el autobús, siempre se sentaba delante, justo detrás del conductor. Yo me ubicaba en la segunda fila, desde ahí podía oler los últimos efluvios de su colonia Farala mezclada suavemente con las feromonas de su transpiración. La contemplaba entre el hueco de los asientos. Miraba su pelo, su hombro, sus manos… y disimulaba con celeridad cuando giraba la cabeza al sentirse observada, su melena se balanceaba hasta casi colarse entre los asientos. Aprovechaba entonces para inspirar profundamente y llenarme de ella.

     Un día me armé de valor y decidí ocupar la plaza a su lado. No fue casualidad. Llevaba meses urdiendo el plan. Salí media hora antes de clase ―contándole una película al profesor― y corrí como un poseso para adelantarme a ella. Me senté  y aguardé su llegada con paciencia, alevosía, premeditación y mucha, muchísima nocturnidad. Pero ella nunca llegó. A cámara lenta, subió el gordito raro con el chándal de toda la semana y, con la banda sonora de Tiburón retumbando en mi cabeza, su problema hormonal y su alergia al agua se desparramaron a mi lado. El autobús arrancó; y por la ventanilla ―mientras Cupido se descojonaba― vi como mi chica se alejaba en el Seat Ritmo de color naranja de su padre.

     Cupido. Hijo de Venus y de Marte. Dios del deseo amoroso. Nunca sabré porqué decidió usar las flechas sólo conmigo aquel día. Un certero saetazo en el centro del pecho y, en medio suspiro, un revoltijo de adrenalina, dopamina y serotonina, me recorren las venas como un traicionero chute emocional al que el eufemismo más recalcitrante decidió bautizar como enamoramiento. Tanto es así, que, cuando el organismo deje de producirlo, nuestro circuito de recompensa cerebral las reclamará. Es la adicción más poderosa que existe. Cuando te rompen el corazón, es un jodido síndrome de abstinencia lo que experimentas. ¡Así qué, no me toquen los cojones y dejen de presentarlo como un ángel, con alas blancas, un arco y un puñado de flechas de oro! ¡Qué lo presenten con pantalones anchos, sudadera con capucha y una gorra de béisbol girada hacia atrás, porque es un puto camello! 

     En cambio, si tienes la «suerte» de ser correspondido ―¡benditos sean los dioses del Olimpo!― los estímulos placenteros en forma de caricias, besos y abrazos que recibas ―si abusas de ellos y los prolongas en el tiempo― activarán la oxitocina y la vasopresina, los neuromoduladores responsables del apego. O, lo que es lo mismo, de-pen-den-cia. ¡Enhorabuena!, te acabas de convertir en un yonqui emocional.



     Nos gusta creer que caminamos por la vida con dos piernas. Pero lo cierto es que, en un determinado momento, el camello te vende su mierda envuelta en una flecha de oro y de repente te encuentras apoyado en un enorme bastón. El paseo te parece más cómodo y sencillo. El bastón se convierte en una especie de pilar base de tu equilibrio emocional. En un seguro de vida. Una llama difícil de prender, pero que, una vez ardiendo, no vacilará en abrasarte si bajas la guardia tan sólo un segundo. Porque no sabe tener paciencia, es experta en aprovechar la coyuntura y siempre estará al acecho. Estás siendo sometido de forma brutal y no lo quieres ver. No obstante, puede funcionar y durar toda la vida. Si es así… ¡Premio! ¡Habrás vencido! Aumentarán tu calidad y tu esperanza de vida. La pregunta es ¿merece la pena el riesgo?

     Siempre confié en la mala puntería del puñetero angelito. Pero él sabe tu nombre. Y el mío. El problema ya no es que acierte. El problema es que te acostumbres a caminar con bastón. Porque si te lo arrebatan de golpe  ―por mucho que digas yo controlo tío, yo controlo― estoy convencido  que olvidarás que aún te quedan dos piernas, y sin reparar en ello, te darás de bruces contra el suelo.

     A pesar de tanto mal viaje y de los recurrentes síndromes de abstinencia ―o puede que gracias a ellos― reconozco que soy un romántico empedernido. Indomable, casi patológico. Y sé que me levantaré cada mañana del resto de mi vida buscando de manera desesperada mi dosis, como si fuera la última vez.
   

Comentarios

  1. Increíblemente real. Me siento muy identificado con el relato. Bravo!! Vuelvo a decir, sublime.

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  2. Ciertamente es la historia de la mayoría de nosotros.No hay nada vejatorio ni denigrante en admitir que todo se reduce a "solo un baile de hormonas"; la naturaleza ha tardado millones de años en "perfeccionar" su forma de perpetuar a una de sus especies más peligrosas: el homo sapiens.
    Lo siento amigos; en esta época de mi vida me siento como el tipo que bajo la piel esconde un endoesqueleto de metal blindado; el "malo de la peli" ochentera...y,a pesar de todo, no he podido dejar de sonreír al leer el relato.
    En las flechas de Cupido deberían rezar los mismos avisos que en una cajetilla de cigarrillos.
    ¡Grande Moody!

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