El lugar apropiado
La semana se estaba esfumando y aún no habíamos ni empezado el dichoso mural de la clase de ciencias sociales. Trabajo en grupo. Debíamos recortar nuestros ídolos y pegarlos en una cartulina, explicando su impacto en la sociedad contemporánea. Un rollo. Mis compañeros propusieron Duran Duran, Madonna, Alphaville… Yo prefería Elvis, Springsteen o Dylan. Una vez más, perdí de manera democrática, y me tocó ir por cartulinas y pegamento. Pasé por delante de la vieja pastelería y babeé en su escaparate. Palmeras de huevo, sultanas de coco, tarta de manzana… No había merendado y pensé que, sin duda, me encontraba en el lugar apropiado. Pero como no llevaba suficiente dinero, continué mi camino de regreso a casa.
Aquel jueves, como tantos otros días, Eloy quedó con Gloria. La cogió de la mano y pasearon por el barrio. Él la besó. Ella lo abrazó. En algún momento decidieron tomar un café. Entraron en aquella pastelería donde se juraron amor eterno por primera vez. Se miraron a los ojos y volvieron a sentirlo. Era el lugar apropiado.
Eloy saluda al encargado y espera su turno. Está tan perdido en los ojos de Gloria, que no se ha percatado de la tensión que hay en el local. Los empleados permanecen inmóviles como estatuas. Pálidos. Ni siquiera han contestado a la pareja. Hay cuatro personas más dentro. Chicos jóvenes. Uno de ellos saca un escopeta de caza con los cañones recortados y se la coloca en la cabeza a Eloy. Le pide el reloj y todo su dinero. Otro grita al encargado que vacíe la caja. Eloy obedece. Con una mano aparta suavemente a Gloria, mientras introduce la otra en su chaqueta intentando sacar su cartera. Lo que le pasó por la cabeza a ese chico para apretar el gatillo, sólo él lo sabe. Los ojos de Gloria parpadearon una vez más y se nublaron para siempre. Allí, en el lugar apropiado.
Estaba recortando la silueta de Madonna para completar el mural, cuando escuché cuchicheo en el patio de vecinos. Me asomé detrás de la persiana para curiosear y pude oír que acababan de matar a un chico en la pastelería, aquella por la que pasé apenas una hora antes. Cada cual contaba su versión. Yo no daba crédito. Eso sólo pasaba en la televisión. Recuerdo que me afectó muchísimo. Me pasé toda la noche en vela, intentando comprender lo que había pasado. Pero no pude. Me adelanté al despertador y al olor a café recién hecho. Enrollé mi mural, me colgué la mochila y entré en el autobús camino del instituto. Todos hablaban de lo mismo. Más versiones. Mil. Un millón. A mi no me interesaba el cómo, quería saber por qué. ¿De verdad había algo tan importante en el mundo como para justificar tanto sufrimiento? ¿cómo estaría su novia?
Ojalá pudiera haber hecho algo más.
Las clases las pasé absorto entre los churretes del cristal que daba al patio y el suave vaivén de las ramas de los árboles de la entrada, imaginando todo lo que ese chico se iba a perder.
Dos amigos decidieron saltarse la última clase y hacer autoestop hasta casa. Aquel viernes había sido demasiado intenso para mí. Así que me apunté. Caminamos por la carretera durante uno diez minutos, pero nadie paraba. Casi habíamos perdido la esperanza, cuando nos adelanta un turismo y se detiene en el arcén, delante de nosotros. Dimos una carrera y saludamos al conductor.
―Buenas tardes señor ¿puede llevarnos?
―Buenas tardes ¿a dónde vais? ―Nos responde de forma educada, pero seria.
―Nosotros vamos a Felipe II y mi compañero al Parque Alcosa, pero se baja en el Prado y luego coge el autobús hasta el barrio. ―Detalla mi compañero, al tiempo que abre la puerta trasera izquierda.
―Vale. Yo os llevo, ¡subid! ―Nos autoriza el señor.
A mi me toca ir de copiloto. Los primeros minutos transcurren en silencio. Yo miro a mis compañeros por el retrovisor. El conductor permanece con la mirada perdida en la carretera. Desenrollo con discreción parte del mural para que el sudor de las manos no dañe la cartulina. El señor gira un poco la cabeza. Mira la silueta de Madonna y vuelve a centrar la vista en la carretera. Entonces me pregunta:
―¿Tú eres de Alcosa?
―Sí, señor.
―Y, ¿te has enterado lo qué ocurrió ayer allí?
―Sí. Qué mataron a un chico, ¿no?
―¿Y qué opinión te merece?
Pensé soltar el discurso que me estaba martirizando desde la noche anterior, decirle qué no había nada en el mundo que justificara tanto sufrimiento, hablarle de los ojos nublados de su novia, del vaivén de la ramas de los árboles… Pero toda aquella información tropezó en mi cabeza al intentar salir apresuradamente del corazón. Así que todo lo que mi torpeza pudo esgrimir fue un escueto:
―Supongo que no se encontraba en el lugar apropiado.
El conductor se mantuvo en silencio unos segundos, sin parpadear. Sin mirarme. Analizando mis palabras. Las palabras sin sentido de un adolescente cualquiera. Una versión más. Otra entre un millón. Y sin dejar de perderse en el infinito me confesó:
―Era mi hijo.
El silencio, gélido esta vez, volvió a inundar el interior del vehículo hasta helarme el alma. Quería contarle lo afectado que estaba, que compartía su dolor aún sin conocerlo. Deseaba ayudarlo. Consolarlo. Tan sólo pude agachar la cabeza y fijar la mirada en la cartulina, en la silueta de Madonna, aquella que recortaba la tarde anterior en la soledad de mi habitación, mientras oía cuchicheos en el patio de vecinos, una hora después de pasear por el lugar apropiado.
Aquel jueves, como tantos otros días, Eloy quedó con Gloria. La cogió de la mano y pasearon por el barrio. Él la besó. Ella lo abrazó. En algún momento decidieron tomar un café. Entraron en aquella pastelería donde se juraron amor eterno por primera vez. Se miraron a los ojos y volvieron a sentirlo. Era el lugar apropiado.
Eloy saluda al encargado y espera su turno. Está tan perdido en los ojos de Gloria, que no se ha percatado de la tensión que hay en el local. Los empleados permanecen inmóviles como estatuas. Pálidos. Ni siquiera han contestado a la pareja. Hay cuatro personas más dentro. Chicos jóvenes. Uno de ellos saca un escopeta de caza con los cañones recortados y se la coloca en la cabeza a Eloy. Le pide el reloj y todo su dinero. Otro grita al encargado que vacíe la caja. Eloy obedece. Con una mano aparta suavemente a Gloria, mientras introduce la otra en su chaqueta intentando sacar su cartera. Lo que le pasó por la cabeza a ese chico para apretar el gatillo, sólo él lo sabe. Los ojos de Gloria parpadearon una vez más y se nublaron para siempre. Allí, en el lugar apropiado.
Estaba recortando la silueta de Madonna para completar el mural, cuando escuché cuchicheo en el patio de vecinos. Me asomé detrás de la persiana para curiosear y pude oír que acababan de matar a un chico en la pastelería, aquella por la que pasé apenas una hora antes. Cada cual contaba su versión. Yo no daba crédito. Eso sólo pasaba en la televisión. Recuerdo que me afectó muchísimo. Me pasé toda la noche en vela, intentando comprender lo que había pasado. Pero no pude. Me adelanté al despertador y al olor a café recién hecho. Enrollé mi mural, me colgué la mochila y entré en el autobús camino del instituto. Todos hablaban de lo mismo. Más versiones. Mil. Un millón. A mi no me interesaba el cómo, quería saber por qué. ¿De verdad había algo tan importante en el mundo como para justificar tanto sufrimiento? ¿cómo estaría su novia?
Ojalá pudiera haber hecho algo más.
Las clases las pasé absorto entre los churretes del cristal que daba al patio y el suave vaivén de las ramas de los árboles de la entrada, imaginando todo lo que ese chico se iba a perder.
Dos amigos decidieron saltarse la última clase y hacer autoestop hasta casa. Aquel viernes había sido demasiado intenso para mí. Así que me apunté. Caminamos por la carretera durante uno diez minutos, pero nadie paraba. Casi habíamos perdido la esperanza, cuando nos adelanta un turismo y se detiene en el arcén, delante de nosotros. Dimos una carrera y saludamos al conductor.
―Buenas tardes señor ¿puede llevarnos?
―Buenas tardes ¿a dónde vais? ―Nos responde de forma educada, pero seria.
―Nosotros vamos a Felipe II y mi compañero al Parque Alcosa, pero se baja en el Prado y luego coge el autobús hasta el barrio. ―Detalla mi compañero, al tiempo que abre la puerta trasera izquierda.
―Vale. Yo os llevo, ¡subid! ―Nos autoriza el señor.
A mi me toca ir de copiloto. Los primeros minutos transcurren en silencio. Yo miro a mis compañeros por el retrovisor. El conductor permanece con la mirada perdida en la carretera. Desenrollo con discreción parte del mural para que el sudor de las manos no dañe la cartulina. El señor gira un poco la cabeza. Mira la silueta de Madonna y vuelve a centrar la vista en la carretera. Entonces me pregunta:
―¿Tú eres de Alcosa?
―Sí, señor.
―Y, ¿te has enterado lo qué ocurrió ayer allí?
―Sí. Qué mataron a un chico, ¿no?
―¿Y qué opinión te merece?
Pensé soltar el discurso que me estaba martirizando desde la noche anterior, decirle qué no había nada en el mundo que justificara tanto sufrimiento, hablarle de los ojos nublados de su novia, del vaivén de la ramas de los árboles… Pero toda aquella información tropezó en mi cabeza al intentar salir apresuradamente del corazón. Así que todo lo que mi torpeza pudo esgrimir fue un escueto:
―Supongo que no se encontraba en el lugar apropiado.
El conductor se mantuvo en silencio unos segundos, sin parpadear. Sin mirarme. Analizando mis palabras. Las palabras sin sentido de un adolescente cualquiera. Una versión más. Otra entre un millón. Y sin dejar de perderse en el infinito me confesó:
―Era mi hijo.
El silencio, gélido esta vez, volvió a inundar el interior del vehículo hasta helarme el alma. Quería contarle lo afectado que estaba, que compartía su dolor aún sin conocerlo. Deseaba ayudarlo. Consolarlo. Tan sólo pude agachar la cabeza y fijar la mirada en la cartulina, en la silueta de Madonna, aquella que recortaba la tarde anterior en la soledad de mi habitación, mientras oía cuchicheos en el patio de vecinos, una hora después de pasear por el lugar apropiado.
Muy buena. Te hace reflexionar sobre el porqué de las cosas. Gracias por hacerme pensar en todo un poco.
ResponderEliminar¡Gracias! Lo bueno -o lo malo- de pensar, es que es inevitable. Reflexionar, en cambio, si es una opción.
EliminarLlevo un buen rato ante el teclado...y lo único que puedo decir es que entiendo perfectamente cómo se sintió Moody tras la repuesta al padre del chico.
ResponderEliminarLas palabras se deshacen en el viento mientras los sentimientos se enraizan en el corazón.
Gracias Moody.
¡Gracias a ti! Te puedo asegurar que, a día de hoy, sigo sintiendo la misma impotencia por no haberle dicho lo que sentía de verdad. Supongo que aprendí a vivir con ello. Nada más.
EliminarQuizás tu expresión cabizbaja y tu mirada fija en la cartulina fue suficiente para el conductor. La fuerza de la palabra es grande pero también lo es el silencio y la expresión de una cara, de una mirada... a veces hay conexciones mágicas sin necesidad de palabras.
ResponderEliminarTienes toda la razón, amiga... Me consuela verlo así. Mil gracias. ¡Un besazo!
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