Memorias de un cooperante

     Dicen que un esquizofrénico es capaz de retener más tiempo los recuerdos en la memoria. Pero si algo les envidio, en realidad, es su espontaneidad.

     Aquel asfixiante septiembre fue como el alumbramiento de una nueva vida. El último año de carrera. El último día de estudiante. Recorrí los pasillos de la facultad y me colé en los sótanos del instituto anatómico forense. Allí, en una estrecha pared de ladrillo iluminada por una enorme claraboya, se presentaba el tablón con las calificaciones de la única asignatura pendiente: medicina legal y forense. Si aparecía aprobada… sería médico. Con pasos cortos pero firmes avancé por la galería como si del canal del parto se tratase. Me acerqué hasta aquel simbólico cuello uterino. Busqué mi nombre y se abrió la luz.

     ¡Era médico!

     Uno de los momentos más felices de mi vida, que no tuve tiempo de celebrar. Una semana después, mi novia me dejó por su jefe. La erótica del poder, supongo. Me encontré, una vez más, solo y con la necesidad imperiosa de engordar mi raquítico currículo para poder empezar a sacar la cabeza del fango. Quería ―necesitaba― ponerme a trabajar de inmediato, así que lo primero que hice fue buscar actividades como voluntario. Mi criterio de elección era poco científico, lo reconozco, primaba el número de cooperantes féminas que presentaban cada una de las opciones. Por aquello de que la mancha de mora con otra verde se quita.

     Así fue como terminé en una especie de centro para la integración de enfermos mentales. Una antigua amiga trabajaba allí y conocía de primera mano a gran parte del personal. Recién licenciados en su mayoría. Mi primer error fue no darme cuenta que ya había león en la sabana. El segundo, fijarme en la cebra equivocada. El felino en cuestión se llamaba Agustín y se encargaba de organizar el cuadrante. De modo que, no sólo no coincidí con ninguna chica, además me tocó lidiar con los pacientes más complicados. El problema era que nunca se me ha dado bien ir de ñu por la vida. Así que la colisión era cuestión de tiempo.

     Auxi era una paciente esquizofrénica que imponía bastante. No era violenta en absoluto, pero padecía gigantismo. Se acercaba a ti con sus más de dos metros, e iba eclipsando la luz a su alrededor. Una enorme sombra precedía su silenciosa presencia. Sin mirarte nunca a los ojos, murmuraba frases cortas difíciles de entender, luego se giraba y se marchaba. No sabía que pensar. Había leído que un esquizofrénico era capaz de retener más tiempo los recuerdos en su memoria, pero su impermeabilidad emocional me impedía descifrar si éstos eran buenos o malos. Quería ayudarla, como a todos, sin saber por donde empezar. Nunca desistí, pero acababa a menudo frustrado. Aunque mi objetivo principal eran las cooperantes y el currículo, siempre traté a los internos con mucho respeto, aprendí de ellos y me sorprendían cada día. Fue una experiencia maravillosa.

     Jorge sufría a menudo alucinaciones visuales. Un día se acercó a la mesa donde teníamos el papeleo y me dijo que veía luces. Yo estaba tratando de invitar a café a la psicóloga que poco a nada tenía de inocente cebra. Me ocupé del chaval, le dije que todo estaba en su cabeza y lo reconduje con los demás internos. A los pocos minutos, Jorge regresa e insiste en que hay luces. Repetimos la operación. Durante varios minutos no cejaba en su empeño. Temía que se agitase y me senté a charlar con él para tranquilizarlo. Había leído mucho acerca de su enfermedad. Le hablé de las ideas delirantes, las alucinaciones, la desorganización de los pensamientos… intentando que tuviera una conciencia aceptable de su enfermedad y facilitarle así la adaptación. Entonces sonó el teléfono y me avisó el conserje: la ambulancia de traslado llevaba veinte minutos en la puerta, con las luces puestas, esperando a los pacientes para diálisis.

 
     Agustín no tardó en percatarse que la escultural psicóloga me empezaba a prestar más atención de lo normal. Creía tener su propio harem y no iba a tolerar la más mínima amenaza. De manera que aprovechó para burlarse de mi metedura de pata con Jorge, con la intención de desacreditarme como galán. No lo consiguió.

     Unos días después coincidimos los tres en la cafetería. Fuera de la sabana no se oían sus rugidos. Ahora estábamos en mi territorio… ¡Bienvenido a la jungla!

     Claro que, después de aquello, mis días como cooperante estaban condenados. No me importaba demasiado. Me acababan de aceptar como médico en prácticas en una empresa privada de ambulancias. Era tal la demanda de facultativos que no necesitaba ninguna recomendación. Si continuaba allí, era por los internos. Sabía que los echaría de menos.

     Agustín negociaba con los pacientes recompensándolos con cigarrillos. Los custodiaba en una pequeña caja de caudales blindada que escondía en el primer cajón de la mesa del despacho. Insistía en que este método funcionaba. Que llevaba años controlando a los pacientes sin problemas. Probablemente tuviera razón. Pero yo me negaba, aduciendo efectos nocivos para la salud. En realidad sólo quería tocarle los cojones. Él lo sabía. Fue la gota que colmó el vaso. De inmediato comunicó mi rebeldía a las altas instancias para que me echarán de allí. Y lo consiguió.

     Mi último turno lo dediqué a despedirme de mis pacientes. Parecía una escena sacada de Alguien voló sobre el nido del cuco. Venían de uno en uno y me daban algún regalo, pequeños detalles que habían confeccionado pensando en mi. Jorge me recordó lo de las luces y volvimos a reírnos como aquel día. Y ahí, entre risas y abrazos, Agustín me quiso vacilar por última vez. Era su momento. Había ganado. Pero no supo saborearlo. Empezó a gritar sin motivo aparente. Una retahíla de quehaceres absurdos se desparramaban por su boca mezclados con diminutas gotitas de saliva, que intentaba esquivar sin demasiado éxito.

     Auxi se acercó y lo interrumpió pidiéndole un cigarrillo. Agustín se lo negó. Auxi insistió, pero no tuvo suerte. El león, que se sabía victorioso, parecía más fiero que nunca ignorando a Auxi, mientras seguía mangoneándome, rebajándome. Fue entonces cuando, de reojo, vi como, casi a cámara lenta, las enormes manos de la gigante agarraron sin esfuerzo la caja de caudales y golpearon la cabeza del iracundo coordinador. Cayó a plomo al suelo sobre un charco de sangre. Durante un par de segundos esperé aterrado mi turno. Entonces recordé que Auxi no era violenta. En realidad me estaba protegiendo. Me miró a los ojos y me entregó la caja. Quiero pensar que sonreía, porque, aunque sus labios no se movieron, en su mirada había complicidad. Gratitud.

      Dicen que un esquizofrénico es capaz de retener más tiempo los recuerdos en su memoria. En la mía, sé que envidié en silencio su espontaneidad, mientras avisaba a una ambulancia.

Comentarios

  1. Buenísima. Una experiencia digna de haber sido escrita.

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  2. "El León no es tan fiero como lo pintan" ...y mucho menos es "El Rey de la Selva".Una manada de "Ñus" enfurecida o, un sólo individuo que no tiene nada que perder, es el más fiero rival.
    Quien con el Juramento Hipocrático se compromete a velar por los demás sabe muy bien que no siempre su lucha será sólo por su prójimo; a menudo tendrá que luchar por la vida de quienes intentarán devorarle.
    Es la Ley de la Selva...Es la Ley de la Vida...pero no es justo en absoluto.
    Como siempre, grande Moody.

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    1. Mil gracias. Soy más de rugir que de poner la otra mejilla. Me esfuerzo... pero no me sale.

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