La agenda

     Hay dos cosas en este mundo que siempre me han jodido bastante: la injusticia y que me tomen por tonto. Por desgracia, suelen ir de la mano en demasiadas ocasiones. Uno encaja golpe tras golpe desde que el pie toca el empedrado, y se consuela con la sensación ilusa de  haber puesto, o no, la otra mejilla. ¿Acaso importa eso cuando recibes un millón de bofetadas? Pues sí, importa. Es justamente por ello por lo que sigues levantándote cada día, lo que hace que puedas soportar a la persona que refleja el espejo cada mañana.

     Yo soy de los que ya no ponen la otra mejilla. Hace tiempo me di cuenta que así encajaba la mitad de golpes. Aunque también aprendí que no importa tanto cuántos recibes, sino cómo los recibes. Y cómo te levantas de la lona antes de que te cuenten diez.

     Tras terminar el servicio militar, probé fortuna en el departamento de compras de una potente empresa de construcción, justo cuando empezaron a mezclarse los espumosos ingredientes que darían lugar a la famosa burbuja inmobiliaria. Realicé una especie de rodaje con uno de los jefes de administración. Me llevaba de peregrinación por grandes comercios donde descubrí infinitas maneras de dar coba a una persona. No en vano, representaba el dinero de una gran empresa. Poder. Un poder que estaba a punto de experimentar.

     Al principio no lo noté. Me veían vestido como George Michael en Faith y pensaban que era un obrero, o el conductor. Y algo ―o mucho― de eso había. Cierto. Pero también tenía la potestad de comprar en nombre de la empresa, y eso me colocaba en franca ventaja.

 
     Había un gilipollas engreído que regentaba un gran comercio de materiales de construcción al por mayor. Cada vez que quería cerrar un suculento trato con mi jefe, sacaba una botella de Chivas de doce años y directo al puticlub. Para tratos menores ―puntillas, tornillos y alcayatas― había una pequeña ferretería de barrio. Un negocio familiar con buena gente detrás del mostrador. Siempre estaban agradecidos por servirnos, aunque sólo fueran las migajas del pastel.

     El último día de mi periodo formativo, mi jefe me llevó de nuevo al almacén del gilipollas. Había estado allí tres o cuatro veces y seguía sin saludarme mirándome a la cara. Nada más entrar a su despacho, saca un par de vasos y el milagroso whisky. Después se acerca a una caja de cartón repleta de agendas de propaganda ―que atesora con ridículo misterio detrás del enorme escritorio― toma una y se la regala a mi jefe. Por primera vez me mira a los ojos mientras esgrime:

     ―Lo siento pero no me queda ninguna más.

     Aquello me pareció cómico e insultante al mismo tiempo. Yo tenía montones de agendas. No necesitaba otra. Lo que verdaderamente me tocó los cojones fue que me tomara por tonto. Ni siquiera intentó disimular cerrando la caja.


     Pasaron los días y empecé a volar solo. Pronto confiaron en mí. Se me daba bien gastar el dinero de otro. Sobreviví a la adolescencia con la paga de cinco duros a la semana que me proporcionaba mi madre, y a un año de vida militar con menos de mil pesetas al mes. Así que aquello era pan comido.

     Me encargaron la compra de andamios para una gran obra en la Isla de la Cartuja. Varios millones, de las ya cada vez más antiguas pesetas, estaban en juego. Una gran responsabilidad. No podía fallar en algo de esa envergadura. Así que me aconsejaron llamar al gilipollas, sin duda su potente empresa no tendría problemas en un suministro de esa magnitud.

     A mi aquello me sonaba a poner la otra mejilla. Al olor de la lona… Pero aun así, cogí el teléfono y lo llamé.

     ―Buenos días ¿Don Fernando?

     ―Sí. ¿En qué puedo ayudarle?

     ―Soy Juan, de la obra de la Cartuja. Estuve allí con mi jefe hace un par de semanas.

     ―¡Ah! Sí, sí. Claro. Me acuerdo de ti. El de la cazadora de cuero… ¿Qué necesitáis?

     Cuando le conté el apetitoso negocio que tenía entre manos, noté al instante como sus babas se filtraban por el auricular del teléfono hasta salpicar lo más profundo de mi autoestima.

     ―¡Sin problemas Juan! Me pongo manos a la obra y en un par de días lo tengo. ¿Te viene bien el próximo martes a pie de obra?

     ―¿El martes? Espera que lo miro en mi agenda… ¡OSTIAS, SI NO TENGO! ¡Menudo contratiempo! Bueno, voy a verlo. Ya si eso, te llamo. Un saludo don Fernando.

     Esas Navidades, la familia de la pequeña ferretería de barrio que nunca fallaba, generó unos ingresos inesperados. Me obsequiaron con una botella de Lepanto que aún conservo. Aunque el verdadero regalo fue la oportunidad de hacer justicia y seguir soportando a la persona que refleja el espejo cada mañana.


Comentarios

  1. Alucinante. Cómo Cómo siempre, haciendo justicia. Eres un gran ejemplo a seguir.

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  2. Una excelente reflexión ahora que se acercan las elecciones. En vez de ponerles la otra mejilla a los políticos deberíamos decirles que NO somos tontos; que tiren a la basura sus "apretadas" agendas y se culturizen leyendo las agendas de sus electores.
    Gran historia Hermano; gran ejemplo.

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    1. Gracias. Aunque mucho me temo que, cuando se trata de política, somos capaces de poner las cuatro mejillas y seguir con ganas de ondear la banderita.

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