La entrevista
No sé si fue por lo qué dije o por cómo lo dije. Pero me hizo sentir especial.
A mi padre se le ocurrió morirse antes de que mi madre cumpliera los cuarenta. Yo tenía seis años. Mi hermano mayor once y el pequeño dos. Nos quedamos perdidos en la inmensidad de la gran ciudad. Una anémica pensión de viudedad, que a duras penas nos mantenía de niños, se terminó de desangrar al toparse de lleno con la exigencia del adolescente.
Lo fácil hubiese sido volver al pueblo, con la familia. Allí tendríamos trabajo en el campo y estaríamos rodeados de los nuestros. Pero mi madre ya conocía ese tipo de vida. Creció pisando terrones, ennegrecida por el sol, calada hasta los huesos por el frío y la lluvia. Así que sacrificó lo único que le quedaba para poder ofrecernos otras opciones.
Cuando me levantaba sin ganas de ir a clase -lo cual ocurría con excesiva frecuencia- mi madre solía contarme la rabia que sentía cuando la sacaban del aula para que ayudara en la vendimia. Llevaba para almorzar un trozo de queso envuelto en papel de periódico y algo de pan. Le encantaba ese momento. No por hambre, que la había, sino porque aprovechaba para sentarse bajo algún sombrajo de la viña. Allí leía el trozo de periódico, aferrándose a lo poco que pudo aprender en la escuela, intentando con toda el alma que aquello no se diluyera con el sudor de la briega.
Trabajó de cocinera, de costurera, de limpiadora... Hacía todo lo que podía y mucho más, pero eso empezaba a no ser suficiente.
Los dieciséis años me sorprendieron estudiando formación profesional en la antigua Universidad Laboral de Sevilla. Intentaba ―sin mucho éxito― seguir los pasos de mi hermano mayor, bastante más aplicado e inteligente que yo. El pequeño empezaría pronto la segunda etapa de la ya cada vez más lejana EGB. Sentía todo aquello como un puro trámite para llegar a ese lugar misterioso al que todo el mundo se dirigía. Creo que lo llamaban porvenir. Pero aprendí de mi padre que no era difícil perderse por el camino. Que era el propio porvenir el que terminaba por encontrarte a ti, disfrazado de destino. Quizá por eso, sólo pensaba en la maravillosa puesta de sol que me esperaba cada tarde sobre el albero del polideportivo. En mi dulce dosis de adrenalina, cuando el desconchado balón Mikasa arrancase un orgásmico gemido al roce con el plástico de la red, tras la inútil estirada del portero. Ese era mi momento. Mi única preocupación. Mi vida.
Los miércoles no entrenaba. Los pasaba en mi cuarto, recreándome en los pensamientos impuros que me solía arrancar la voluptuosa Sabrina, resplandeciente en la pared principal de mi guarida. Me quedaba allí, abstraído, intentando triples imposibles con las pelotas de papel improvisadas que iban menguando los soporíferos apuntes de tecnología. Uno de esos miércoles sonó el timbre. Mi vecino Joaquín irrumpe en la tranquila sobremesa. Le cuenta a mi madre que en el centro comercial estaban buscando a dos jóvenes para trabajar como mozos de almacén. Al parecer, ya habían contratado a uno. Pero continuaban las entrevistas para el segundo.
Mi madre se lo agradeció de corazón. Pero quería que sus hijos siguieran estudiando. Mientras pudiera, allí sólo trabajaría ella.
Aquellas palabras retumbaron en mi cabeza con el estruendo del pundonor. Sentí una certera colleja de mi yo adulto que se trataba de reivindicar. Me espabiló al instante. Mi hermano mayor era un buen estudiante y el pequeño no tenía aún la edad. Pero yo… yo estaba perdiendo el tiempo no aprobando ni el recreo.
Decidí pasar a la acción y acercarme a eso de «las entrevistas». Es hora de mirar cara a cara al jodido porvenir y descubrir cuál es su juego.
No le dije nada a mi madre. Me puse una camiseta blanca de tirantes, unas calzonas rojas, ―como aquellas que sacaba Tito en Verano Azul― y me calcé mis raídas Kelme, a las que disimulaba el agujero de la suela con una efímera plantilla de cartón y tela. Recorrí los tres kilómetros que me separaban del centro comercial en poco más de diez minutos.
Nada más entrar, el vigilante de seguridad me intercepta. Una administrativa caritativa se apiada y lo convence para que me deje pasar a la sala de espera. Aquello parecía un Domingo de Ramos. Chavales de mi edad perfectamente trajeados y desprendiendo una mezcla irrespirable de Patrico y Brummel. Están fielmente escoltados por sus padres, que fijaron de inmediato su mirada en mi aún jadeante y sudorosa presencia. Igual me tenía que haber arreglado un poco. Con disimulo meto la camiseta por dentro de las calzonas, mientras hago como si contemplase los cuadros que adornan la estancia.
Permanecí allí de pie hasta que quedaron sitios libres para sentarme. Espere mi turno con más miedo que paciencia. Fui el último en entrar. La entrevista la realizaba un prestigioso psicólogo, jefe de personal, que no pudo disimular una amable sonrisa cuando me vio aparecer. Empezó a preguntarme cosas sobre mi vida, mientras no dejaba de pasarme test de inteligencia y extraños formularios. La reunión duró casi dos horas. Pensé que algo no iba bien, ya que el resto no tardaron más de veinte minutos.
Recuerdo lo mucho que le impresionó cuando le expliqué que un adolescente como yo no necesitaba más de cinco duros a la semana para sus gastos. Esa era la paga que podía darme mi madre. Sabía todo lo que había detrás. Y eso la convertía en una fortuna. Incluso conseguía ahorrar con ella. No era juerguista. No bebía, no fumaba… No tenía novia. Lo único que hacía los fines de semana era jugar al fútbol, en una época en la no había que pagar por ello… así que cinco duros podían dar para mucho.
Entonces me preguntó que, si era tan feliz con mi vida, por qué quería empezar a trabajar tan joven... Y, casi sin dejarle acabar la frase, contesté: «Porque no quiero que mi madre lo haga nunca más».
Entrevistaron a más de cincuenta candidatos en tres días para dos puestos. Quiso el porvenir, disfrazado de destino, que fuera yo el que consiguiera uno. Y nunca sabré si fue por lo qué dije o por cómo lo dije. Pero me hizo sentir especial.
A mi padre se le ocurrió morirse antes de que mi madre cumpliera los cuarenta. Yo tenía seis años. Mi hermano mayor once y el pequeño dos. Nos quedamos perdidos en la inmensidad de la gran ciudad. Una anémica pensión de viudedad, que a duras penas nos mantenía de niños, se terminó de desangrar al toparse de lleno con la exigencia del adolescente.
Lo fácil hubiese sido volver al pueblo, con la familia. Allí tendríamos trabajo en el campo y estaríamos rodeados de los nuestros. Pero mi madre ya conocía ese tipo de vida. Creció pisando terrones, ennegrecida por el sol, calada hasta los huesos por el frío y la lluvia. Así que sacrificó lo único que le quedaba para poder ofrecernos otras opciones.
Cuando me levantaba sin ganas de ir a clase -lo cual ocurría con excesiva frecuencia- mi madre solía contarme la rabia que sentía cuando la sacaban del aula para que ayudara en la vendimia. Llevaba para almorzar un trozo de queso envuelto en papel de periódico y algo de pan. Le encantaba ese momento. No por hambre, que la había, sino porque aprovechaba para sentarse bajo algún sombrajo de la viña. Allí leía el trozo de periódico, aferrándose a lo poco que pudo aprender en la escuela, intentando con toda el alma que aquello no se diluyera con el sudor de la briega.
Trabajó de cocinera, de costurera, de limpiadora... Hacía todo lo que podía y mucho más, pero eso empezaba a no ser suficiente.
Los dieciséis años me sorprendieron estudiando formación profesional en la antigua Universidad Laboral de Sevilla. Intentaba ―sin mucho éxito― seguir los pasos de mi hermano mayor, bastante más aplicado e inteligente que yo. El pequeño empezaría pronto la segunda etapa de la ya cada vez más lejana EGB. Sentía todo aquello como un puro trámite para llegar a ese lugar misterioso al que todo el mundo se dirigía. Creo que lo llamaban porvenir. Pero aprendí de mi padre que no era difícil perderse por el camino. Que era el propio porvenir el que terminaba por encontrarte a ti, disfrazado de destino. Quizá por eso, sólo pensaba en la maravillosa puesta de sol que me esperaba cada tarde sobre el albero del polideportivo. En mi dulce dosis de adrenalina, cuando el desconchado balón Mikasa arrancase un orgásmico gemido al roce con el plástico de la red, tras la inútil estirada del portero. Ese era mi momento. Mi única preocupación. Mi vida.
Los miércoles no entrenaba. Los pasaba en mi cuarto, recreándome en los pensamientos impuros que me solía arrancar la voluptuosa Sabrina, resplandeciente en la pared principal de mi guarida. Me quedaba allí, abstraído, intentando triples imposibles con las pelotas de papel improvisadas que iban menguando los soporíferos apuntes de tecnología. Uno de esos miércoles sonó el timbre. Mi vecino Joaquín irrumpe en la tranquila sobremesa. Le cuenta a mi madre que en el centro comercial estaban buscando a dos jóvenes para trabajar como mozos de almacén. Al parecer, ya habían contratado a uno. Pero continuaban las entrevistas para el segundo.
Mi madre se lo agradeció de corazón. Pero quería que sus hijos siguieran estudiando. Mientras pudiera, allí sólo trabajaría ella.
Aquellas palabras retumbaron en mi cabeza con el estruendo del pundonor. Sentí una certera colleja de mi yo adulto que se trataba de reivindicar. Me espabiló al instante. Mi hermano mayor era un buen estudiante y el pequeño no tenía aún la edad. Pero yo… yo estaba perdiendo el tiempo no aprobando ni el recreo.
Decidí pasar a la acción y acercarme a eso de «las entrevistas». Es hora de mirar cara a cara al jodido porvenir y descubrir cuál es su juego.
No le dije nada a mi madre. Me puse una camiseta blanca de tirantes, unas calzonas rojas, ―como aquellas que sacaba Tito en Verano Azul― y me calcé mis raídas Kelme, a las que disimulaba el agujero de la suela con una efímera plantilla de cartón y tela. Recorrí los tres kilómetros que me separaban del centro comercial en poco más de diez minutos.
Nada más entrar, el vigilante de seguridad me intercepta. Una administrativa caritativa se apiada y lo convence para que me deje pasar a la sala de espera. Aquello parecía un Domingo de Ramos. Chavales de mi edad perfectamente trajeados y desprendiendo una mezcla irrespirable de Patrico y Brummel. Están fielmente escoltados por sus padres, que fijaron de inmediato su mirada en mi aún jadeante y sudorosa presencia. Igual me tenía que haber arreglado un poco. Con disimulo meto la camiseta por dentro de las calzonas, mientras hago como si contemplase los cuadros que adornan la estancia.
Permanecí allí de pie hasta que quedaron sitios libres para sentarme. Espere mi turno con más miedo que paciencia. Fui el último en entrar. La entrevista la realizaba un prestigioso psicólogo, jefe de personal, que no pudo disimular una amable sonrisa cuando me vio aparecer. Empezó a preguntarme cosas sobre mi vida, mientras no dejaba de pasarme test de inteligencia y extraños formularios. La reunión duró casi dos horas. Pensé que algo no iba bien, ya que el resto no tardaron más de veinte minutos.
Recuerdo lo mucho que le impresionó cuando le expliqué que un adolescente como yo no necesitaba más de cinco duros a la semana para sus gastos. Esa era la paga que podía darme mi madre. Sabía todo lo que había detrás. Y eso la convertía en una fortuna. Incluso conseguía ahorrar con ella. No era juerguista. No bebía, no fumaba… No tenía novia. Lo único que hacía los fines de semana era jugar al fútbol, en una época en la no había que pagar por ello… así que cinco duros podían dar para mucho.
Entonces me preguntó que, si era tan feliz con mi vida, por qué quería empezar a trabajar tan joven... Y, casi sin dejarle acabar la frase, contesté: «Porque no quiero que mi madre lo haga nunca más».
Entrevistaron a más de cincuenta candidatos en tres días para dos puestos. Quiso el porvenir, disfrazado de destino, que fuera yo el que consiguiera uno. Y nunca sabré si fue por lo qué dije o por cómo lo dije. Pero me hizo sentir especial.
Vuelvo a quitarme el sombrero ante tus historias. Es nuestra vida. Eres increíble hermano.
ResponderEliminarY vuelvo a agradecerlo. Cierto, es nuestra vida.
EliminarEscribir algo después de leer el relato sería casi una ofensa al alma; prefiero recordar cada palabra con el mismo amor con que TU las has escrito y, si me lo permites, añadir una: ¡SOBERBIO!
ResponderEliminar(Superar este relato será todo un desafío,Hermano)
¡Eso es cantidad de presión! ¡A ver como sigo ahora! Mil gracias hermano.
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