Misterios del hipocampo
A los diez años puse a prueba mi hipocampo memorizando las alineaciones de todos los equipos de primera división. Y la verdad es que no quedó mucho sitio para polinomios, análisis sintácticos y el dichoso genitivo sajón. No entraban ni a la de tres. Casi nada de lo que escuchaba en clase permanecía, sencillamente porque el que no estaba allí era yo.
Recuerdo las escasas excursiones con las que nos obsequiaban como una verdadera válvula de escape. Aprender, lo que se dice aprender, no aprendía mucho. Pero era diferente. No íbamos a museos. Ni a acuarios. Ni a bibliotecas. No nos retratábamos bajo ningún monumento de Sevilla. ¿Y a dónde nos llevaban entonces? Pues a la Cruzcampo. ¿A ver cómo funcionaba una gran fábrica? No, no. ¡A beber! Sin alcohol, supones. Pues no. ¡Con alcohol! Eso sí, roscos y patatas fritas no faltaban, no vaya a ser que se mareen los niños. A los diez minutos estábamos todos subiéndonos por las mesas con el cinturón en la frente y tirándonos los panecillos cual misil tierra-aire.
Con los años ―y con Érase una vez el hombre― aprendí que eso del saber era jodidamente divertido. Creo que no ponemos en valor, como se merece, lo que se ha venido a mal llamar «cultura general». Una especie de recurso que te puede sacar de apuro en más de una ocasión.
Me encantaba jugar al Trivial. Se me daba bien. Recuerdo las partidas infinitas con mis hermanos, los amigos, las novias... Todos juntos en una misma mesa alrededor del tablero durante horas. ¡Menuda excusa! Aunque echaba de menos las lágrimas de mi hermano pequeño jugando al Monopoly ―empeñado en pernoctar con un seis en la calle Alcalá― la sensación que me embargaba al responder con acierto una pregunta era adictiva. Aquellas tardes tuvieron mucha culpa en mi decisión de retomar los estudios.
Al final del segundo trimestre del primer año de facultad, había pasado del «no presentado» en los exámenes, a merodear a duras penas el cuatro y medio. Mi amigo Luis insistía hasta la saciedad en que debía ir a alguna revisión, a ver si por fin rascaba algún mísero aprobado. Yo, que me conocía, estaba plenamente convencido de que no era buena idea.
Pasé todas las vacaciones de Feria en el Real, trabajando como vigilante de seguridad en una caseta de la calle Espartero. Entraba agonizando a las tres de la tarde y salía muerto a las diez de la mañana del día siguiente, después de pedir mil pases, aguantar borrachos, limpiar, recoger y recepcionar los pedidos para el día siguiente. Me acostaba tres horas y vuelta a empezar. Así durante diez interminables días. Necesitaba el dinero para fotocopias. Además había algunas horas muertas durante la ruidosa madrugada, que aprovechaba para estudiar Historia de la Medicina. Era el siguiente examen y me lo preparé a conciencia. Estaba seguro que aprobaría. Fueron tres preguntas a desarrollar que bordé en cuatro folios sin demasiado esfuerzo.
―¡Por fin, joder! No firmo menos de un ocho.
Aquel sábado, sentado en los escalones del bar Rogelio, me supieron distintas las cervezas. Ya me había empezado a cuestionar si sería capaz de seguir adelante con todo aquello. Respiré por primera vez en siete meses. Me invadió un optimismo que intentaba disimular sin mucho éxito.
Antes de acabar el mes se publicaron las notas. Caminé con paso firme hacia el tablón, me busqué y... ¿Cuatro con ocho? ¿Suspenso? No me lo puedo creer. Volví a mirar. Conté los nombres para asegurarme, usé un folio a modo de regla. Nada. Ahí seguía, escuálido entre notables y sobresalientes.
Estaba convencido que se trataba de algún tipo de error. Sin perder un minuto solicité la revisión con el catedrático.
Era un señor mayor. De la vieja escuela. Bien podía haber sido sacado de una novela de Dickens, con su nariz prominente y muy capilarizada. Intentaba disimular su corta estatura irguiendo cuello y espalda, al mismo tiempo que empleaba un tono de voz áspero y solemnemente elevado. Nada más entrar al despacho, su corbata ―con nudo medio Windsor― combinada con una impoluta bata blanca resplandecen ante una avalancha de títulos, diplomas y fotos, que te hacen sentir como un ñu a punto de cruzar el río. Voy con mi uniforme habitual: cazadora de cuero, vaqueros rotos, botas y barba de dos días, que el desaprueba de inmediato con un escaneo instantáneo, seguido de una discreta y sarcástica sonrisa. Mal empezamos, pensé.
Conoce mi nombre. Tiene el examen preparado. Me lo entrega con un sutil gesto de desprecio. Lo reviso. Tan sólo encuentro en una esquina el suspenso y una palabra rodeada varias veces con lápiz rojo. Es en una de las preguntas acerca de la conquista del imperio inca en el siglo XVI. La palabra era «controversia». Sólo eso en cuatro jodidos folios.
―Perdone. ¿Qué tiene de malo esa palabra para merecer un suspenso?
―Pues que no hubo ninguna «controversia». Simplemente pensaban de forma distinta y no se ponían de acuerdo.
Entonces pensé… ¿y no es esa la puta definición de controversia?
Algo que mi mirada no pudo camuflar debió prender la mecha. Explotó. No tuve tiempo para argumentos. Una hiriente metralla comenzó a atravesar mis cinco sentidos. Gritaba y se erguía más y más, al tiempo que repasaba su interminable currículo, impactando en mi rostro en forma de saliva vaporizada.
―Soy catedrático de historia, miembro de la Real Academia de Medicina, llevo enseñando más de treinta años y viene aquí, de esta guisa, a cuestionar mi criterio. ¡¿Cree usted qué puedo perder el tiempo así!?
Yo permanecía estupefacto, sus ojos inyectados en sangre y sus yugulares ingurgitadas, lejos de intimidarme, me enfurecian por momentos. Pero seguía sin poder argumentar ¿Joder, cómo se puede enmendar la plana a todo un catedrático de historia jugando además en su propio campo?
Y entonces pasó. En plena disertación me suelta...
¿Cómo? ¿Lo ha dicho? Pensé. ¡Fue Pizarro quién conquistó al imperio inca! ¡Bendito Trivial y bendito hipocampo! Ahora soy yo el que alza la voz y, con la certera chulería que me otorga mi cultura general, aprovecho su mínima pausa para tomar aire y le replico:
―¡Hernán Cortés no entró en Perú EN LA VIDA! ¡Qué tenga buen día ca-te-drá-ti-co!
Cierto. El saber no ocupa lugar. Tardé tres años y un día en aprobar Historia de la Medicina. Pero mereció la pena. Se lo debía a las alineaciones, a los polinomios, a los análisis sintácticos y al genitivo sajón. A las interminables partidas de Trivial. A las lágrimas de mi hermano pequeño pernoctando en la calle Alcalá... Y pienso sinceramente que también se lo debía a aquellas excursiones a la Cruzcampo. ¿Por qué no? Fíjate que, a día de hoy, todavía dudo si Caravaggio era máximo exponente del naturalismo o del clasicismo, pero no hay ni un sólo día en el que se me olvide tomar una Cruzcampo bien fría.
Misterios del hipocampo.
¡¡¡¡Jajajajajaja!!!!
ResponderEliminar¡¡Magnífico!!
¿Cuantos "Catedráticos de la Vida" hay por ahí sueltos, incapaces de reconocer que la razón no es patrimonio exclusivo de unos pocos?
Hechaba de menos un relato que me dibujaste más que una sonrisa...y aquí está.
Cuando creo que no puedes superarte...lo vuelves ha hacer.
"Chapeau!"
Jajaja... Muchas gracias. Con la que está cayendo y seguimos riendo, como siempre... Tiene su mérito.
EliminarUna historia increíble y aun se me saltan las lágrimas cuando pierdo en algún juego con vosotros, pero ya son de reírme. Eres grande hermano.
ResponderEliminarEl día que se te ocurra ganar... ¡tiene que ser la ostiiiiiiaaa! jajaja. Gracias hermano.
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