El blues del fetichista
Convivo peligrosamente con todo lo que pretende atentar contra mi salud. Sé dónde no puedo fumar, dónde no venden alcohol, lo que lleva gluten, los conservantes y los saborizantes, los lactosa free, las dietas milagro, los «sin azúcares añadidos», el aceite de palma, los alérgenos de temporada… ¡Fuera radicales libres! ¡Arriba los veganos! Todo genial. De verdad. Nunca me quejaré por exceso de información.
Pero… ¿Quién coño controla la cantidad de lycra qué hay en un pantalón?
Te subes al metro. Tomas asiento. Es algo aleatorio. Normalmente termino charlando con alguna señora mayor acerca de cómo los cumulonimbos y los nimbostratos afectan a la estabilidad de su prótesis de cadera. Siempre se aprende algo de los mayores. El problema viene en la siguiente parada. Con todos los asientos ocupados, el pasillo se desborda. Un aroma dulzón, afrutado, como a flores, me embriaga al instante y me sumerge en un universo paralelo repleto de felicidad y optimismo. Eau de parfum Clinique Happy. Inconfundible. Giro la cabeza hacia el abarrotado corredor y, a cuatro dedos de mi cara, aparecen unas mallas. Tensas. Muy tensas. Lo que deja poco margen a la imaginación. Sobre su muslo se insinúa el encaje del tanga que me detuvo absorto en el escaparate de Victoria's Secrets el jueves pasado. Te pasas de parada. Llegas tarde. La tensión mantenida durante el trayecto duele. Duele mucho. Más bien quema. Abrasa. Y entonces te encuentras solo. Miras al vacío. Y recapacitas... ¿ésto, quién lo paga? No es justo. Morimos un poco demasiadas veces.
María tenía una enorme melena rizada y una mirada que te atrapaba al instante. Tuve la suerte de que se encaprichara de mi. Fue ella la que dio los primeros pasos. La que me invitó a salir. Aunque era muy atractiva, pensar que lo tenía fácil, al principio, le restó algo de emoción a la cita. En el viejo pub me senté al fondo, en un sofá repleto de cojines, con una enorme lámpara de araña sobre mi. La poca luz que arrojaba lo sumergía todo en un ambiente de color sepia, tan sólo el suave vaivén de la cerveza dentro del vaso osaba modificar esa tonalidad. Entonces la vi llegar. Te puedo decir que, cuando el químico Joseph Shivers le dio por mezclar polímeros y filamentos treinta y cinco años antes, no podía imaginar que aquel elastano nos iba a convertir a todos en fetichistas en potencia. El vestido de lycra mantenía descubiertos sus brazos a la altura de los hombros y moría a veinte centímetros de sus rodillas. La espalda estaba descubierta, tan solo cruzada por un sinfín de pequeñas cadenas. No había escote. No hacía falta. Tampoco ropa interior. Hubiera interferido como una calamitosa solución de continuidad en aquella angelical segunda piel de un cuerpo esculpido por los mismísimos dioses del Olimpo. Morimos un poco demasiadas veces.
Me aventuré a destripar la santa noche con un par de amigos. Con más pena que gloria ―todo sea dicho― recorrimos media Sevilla hasta que el cansancio acumulado por el trabajo de la semana y la inminente irrupción de los primeros rayos de sol, detuvieron el Seat Ibiza a las afueras de la gran ciudad. Era un pequeño pueblo ―de cuyo nombre no puedo acordarme― con el único garito abierto a esas horas. Lo que le atribuía un alto grado de visitabilidad.
Había poca gente y ninguna chica. Al entrar, los camareros barrían y recogían las últimas mesas. Las luces del techo continuaban girando sobre una churretosa pista de baile, que contempla con paciencia como agonizan las últimas siluetas de la noche. La ausencia absoluta de ritmo era fiel indicativo de su estado de embriaguez. Está sonando la canción de la banda sonora de Titanic. Al fondo, un grupo de personas se diluye entre las sombras de un oscuro rincón. Junto a un bafle gigante, queda al descubierto una preciosa melena rubia rizada que, a modo de cascada, se detiene sobre el culo más perfecto que puedas imaginar. Las luces estroboscópicas rebotaban contra su pantalón blanco, ajustado como un guante a la mano del cirujano. El robótico efecto, hipnotizador, hace que el mismísimo Krakatoa en erupción sea una candela de patio en comparación con mi fuego interno. Empezamos a darnos manotazos los unos a los otros, hasta que mi volcánico arrojo me sitúa en ventaja. Me adelanto. Aún no vi su cara. Da igual. Ese inmaculado culo tiene que ser mío. Me acerco con la seguridad varonil a lo Gary Cooper que tanto ensayé. Sincronizo mi marcha con el estribillo que de forma magistral vocifera Céline Dion...
Ella continúa de espaldas. Aparto con suavidad los dorados rizos de su hombro derecho y, rozando con mis yemas la piel de su ya desnudo brazo, acerco mi boca al cuello y le susurro:
―Hola, ¿te gustaría bailar conmigo?
Ese es el momento en el que el giro brusco de su cuello ―que no esperaba tamaña osadía― hace que su enlacada y excesivamente perfumada melena sacudiera mi asombrada cara como una justiciera fusta medieval, haciéndome perder el enfoque de la situación durante un par de interminables segundos. Tras la embriagadora flagelación, veo como completa el giro lo que viene a ser el doble perfecto del cantante de Medina Azahara. ¡Ostia! Se va a liar. Mis amigos me flanquean dispuestos a morir por el único que puede conducir el viejo Ibiza de vuelta a Camelot. El rubio barbudo se me acerca lentamente. Con su camiseta de Manowar y sus ajustados pantalones blancos que, dicho sea de paso, le siguen quedando de escándalo. Me mira a los ojos y me dice:
―Será un placer, ¡morenazo!
¡A ver, por favor..! Alguien que controle la cantidad de lycra de un pantalón, Joder. ¿Acaso no veis que morimos un poco demasiadas veces?
Pero… ¿Quién coño controla la cantidad de lycra qué hay en un pantalón?
Te subes al metro. Tomas asiento. Es algo aleatorio. Normalmente termino charlando con alguna señora mayor acerca de cómo los cumulonimbos y los nimbostratos afectan a la estabilidad de su prótesis de cadera. Siempre se aprende algo de los mayores. El problema viene en la siguiente parada. Con todos los asientos ocupados, el pasillo se desborda. Un aroma dulzón, afrutado, como a flores, me embriaga al instante y me sumerge en un universo paralelo repleto de felicidad y optimismo. Eau de parfum Clinique Happy. Inconfundible. Giro la cabeza hacia el abarrotado corredor y, a cuatro dedos de mi cara, aparecen unas mallas. Tensas. Muy tensas. Lo que deja poco margen a la imaginación. Sobre su muslo se insinúa el encaje del tanga que me detuvo absorto en el escaparate de Victoria's Secrets el jueves pasado. Te pasas de parada. Llegas tarde. La tensión mantenida durante el trayecto duele. Duele mucho. Más bien quema. Abrasa. Y entonces te encuentras solo. Miras al vacío. Y recapacitas... ¿ésto, quién lo paga? No es justo. Morimos un poco demasiadas veces.
María tenía una enorme melena rizada y una mirada que te atrapaba al instante. Tuve la suerte de que se encaprichara de mi. Fue ella la que dio los primeros pasos. La que me invitó a salir. Aunque era muy atractiva, pensar que lo tenía fácil, al principio, le restó algo de emoción a la cita. En el viejo pub me senté al fondo, en un sofá repleto de cojines, con una enorme lámpara de araña sobre mi. La poca luz que arrojaba lo sumergía todo en un ambiente de color sepia, tan sólo el suave vaivén de la cerveza dentro del vaso osaba modificar esa tonalidad. Entonces la vi llegar. Te puedo decir que, cuando el químico Joseph Shivers le dio por mezclar polímeros y filamentos treinta y cinco años antes, no podía imaginar que aquel elastano nos iba a convertir a todos en fetichistas en potencia. El vestido de lycra mantenía descubiertos sus brazos a la altura de los hombros y moría a veinte centímetros de sus rodillas. La espalda estaba descubierta, tan solo cruzada por un sinfín de pequeñas cadenas. No había escote. No hacía falta. Tampoco ropa interior. Hubiera interferido como una calamitosa solución de continuidad en aquella angelical segunda piel de un cuerpo esculpido por los mismísimos dioses del Olimpo. Morimos un poco demasiadas veces.
Me aventuré a destripar la santa noche con un par de amigos. Con más pena que gloria ―todo sea dicho― recorrimos media Sevilla hasta que el cansancio acumulado por el trabajo de la semana y la inminente irrupción de los primeros rayos de sol, detuvieron el Seat Ibiza a las afueras de la gran ciudad. Era un pequeño pueblo ―de cuyo nombre no puedo acordarme― con el único garito abierto a esas horas. Lo que le atribuía un alto grado de visitabilidad.
Había poca gente y ninguna chica. Al entrar, los camareros barrían y recogían las últimas mesas. Las luces del techo continuaban girando sobre una churretosa pista de baile, que contempla con paciencia como agonizan las últimas siluetas de la noche. La ausencia absoluta de ritmo era fiel indicativo de su estado de embriaguez. Está sonando la canción de la banda sonora de Titanic. Al fondo, un grupo de personas se diluye entre las sombras de un oscuro rincón. Junto a un bafle gigante, queda al descubierto una preciosa melena rubia rizada que, a modo de cascada, se detiene sobre el culo más perfecto que puedas imaginar. Las luces estroboscópicas rebotaban contra su pantalón blanco, ajustado como un guante a la mano del cirujano. El robótico efecto, hipnotizador, hace que el mismísimo Krakatoa en erupción sea una candela de patio en comparación con mi fuego interno. Empezamos a darnos manotazos los unos a los otros, hasta que mi volcánico arrojo me sitúa en ventaja. Me adelanto. Aún no vi su cara. Da igual. Ese inmaculado culo tiene que ser mío. Me acerco con la seguridad varonil a lo Gary Cooper que tanto ensayé. Sincronizo mi marcha con el estribillo que de forma magistral vocifera Céline Dion...
«Near... far... wherever you are.
I believe that the heart does go on...»
I believe that the heart does go on...»
Ella continúa de espaldas. Aparto con suavidad los dorados rizos de su hombro derecho y, rozando con mis yemas la piel de su ya desnudo brazo, acerco mi boca al cuello y le susurro:
―Hola, ¿te gustaría bailar conmigo?
Ese es el momento en el que el giro brusco de su cuello ―que no esperaba tamaña osadía― hace que su enlacada y excesivamente perfumada melena sacudiera mi asombrada cara como una justiciera fusta medieval, haciéndome perder el enfoque de la situación durante un par de interminables segundos. Tras la embriagadora flagelación, veo como completa el giro lo que viene a ser el doble perfecto del cantante de Medina Azahara. ¡Ostia! Se va a liar. Mis amigos me flanquean dispuestos a morir por el único que puede conducir el viejo Ibiza de vuelta a Camelot. El rubio barbudo se me acerca lentamente. Con su camiseta de Manowar y sus ajustados pantalones blancos que, dicho sea de paso, le siguen quedando de escándalo. Me mira a los ojos y me dice:
―Será un placer, ¡morenazo!
¡A ver, por favor..! Alguien que controle la cantidad de lycra de un pantalón, Joder. ¿Acaso no veis que morimos un poco demasiadas veces?
Estoy totalmente de acuerdo contigo, morimos un poco demasiadas veces...y la lycra es el tejido del pecado.
ResponderEliminarAsí es la vida.
Eliminar¡¡Buenisimo!! A mí me pasó casi exactamente lo mismo...Afortunadamente iba acompañado de mi chica y ni se me ocurrió acercarme a la otra "chica ".
ResponderEliminar¡Espero la siguiente entrega!
¡Ostia..! Eso hubiese sido mucho peor. Jajaja.. Gracias por venir.
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