Tribulaciones de un actor porno adolescente
Cuando te sientes delante del ordenador para masturbarte, recuerda que detrás de esos millones de cuerpos desnudos y sudorosos,
detrás de toda esa lujuria y pasión, del cuero y la silicona, de los
focos y las cámaras… detrás de todas esas voluptuosas
mentiras, hay historias verdaderas puestas al servicio de tu imaginación para que puedas evadirte durante unos placenteros minutos.
Yo fui actor porno.
Los recuerdos de mi pubertad me sitúan agazapado junto al resto de amigos detrás de un enorme Seat 1500, esperando a que «el Rata» apareciera tras el portal con el último número del Lib o del Interviú, extirpados con habilidad quirúrgica del somier de la cama de su libidinoso padre. Corríamos como almas que lleva el diablo hasta la clandestinidad de la escombrera detrás del polideportivo. Formábamos un corro alrededor de la revista y allí, junto a aquel arroyo donde no hace mucho cazábamos zapateros, dejábamos volar nuestra imaginación.
Me gustaría haber irrumpido en la edad adulta entre los brazos de Jennifer O´Neill, como aquel adolescente de Verano del 49, en vez de tener que recordar a «el Rata» con sus pantalones de pana en los tobillos, mientras apoyaba el balón sobre su cintura con una mano y con la otra se la cascaba.
En esa época nos formábamos con revistas. Eran un bien escaso. A veces pasaban semanas y seguías con la misma. Llegabas a enamorarte de aquella chica de la foto. Se entablaban verdaderas relaciones, no se trataba sólo de sexo. Cuando te deshacías de aquel ejemplar, ya con demasiadas páginas pegadas, algo dentro de ti se iba también. Ahora en un segundo y a golpe de click tienes asiáticas, maduras, jovencitas, famosas, voyeaur, vintage, amas de casa, gangbang, compilaciones, mamadas, doble penetración, culazos, 3D, MILF… La comodidad está matando al romanticismo. Si Bécquer levantara la cabeza las golondrinas volverían a volar para no volver jamás.
La edad adulta no fue muy diferente. Había largos periodos de tiempo entre novias en los que no pillabas cacho ni a la de tres. La madrugada del sábado moría en torno a las dos de la mañana. A esa hora terminaba el porno de Canal 47 y comenzaban los infocomerciales. Si querías aliviarte esa noche, más vale que te dieras prisa. Si esperabas a que la última pelirroja borracha que quedaba junto al billar te prestara atención y se subiera a tu coche sin vomitar, podías pasarte de la hora límite. Te arriesgabas. Entonces, en el último minuto, llegaba el maromo de detrás de la barra, al que le quedaba la camiseta más ajustada que a ti, y se la llevaba a la trastienda. ¡Maldición! Como Cenicienta escuchando campanadas salía pitando hacia la intimidad de mi casa, quitándome el cinturón mientras subía por la escalera, encendía la tele con los pantalones a medio bajar, sintonizaba el 47 y… aparecía Chuck Norris promocionando el AB Dominator Especial GYM, o, peor aún, aquel pavo que cortaba los clavos con un magnífico cuchillo junto a la sartén antiadherente. La última opción rayaba la desesperación. Poner la del canal plus codificada y engurruñar los ojos tratando de enfocar. Si intuías un pezón, te valía.
Todo eso pudo cambiar aquella tarde.
Una de las peculiaridades que más me gusta de la adolescencia es el inconformismo. Cuando acababa mi turno en la carnicería solía buscarme la vida de casting en casting. Tenía diecisiete años y quería ser actor. En esa época en Sevilla no había muchas opciones, así que tuve la feliz idea de anunciarme en el Cambalache.
Me ofrecieron un buen papel en una obra de teatro de cierto nivel, El Zoo de Cristal de Tennesse Williams. Me comprometí de inmediato. Estaba muy ilusionado. Hasta que, un par de días después, me llamó un señor que decía ser productor de cine y que tenía un proyecto interesante para mí. Le pregunté en qué consistía. Y me respondió que tendría que ir a su casa para verlo.
Elegir entre un total desconocido que invitaba a su casa a un adolescente inocente, o una seria y prestigiosa compañía de teatro ―representando la obra maestra de unos de los escritores más exigentes del género―, debía ser una decisión fácil. Pero no. El inconformismo me llevó a casa del productor.
Quedamos cerca de la Torre del Oro. Apareció en un flamante Mercedes 500 gris metalizado y me llevó hasta su casa, una enorme y lujosa mansión en el Aljarafe sevillano. Nada más entrar, se abrió ante mi un magnífico escenario entre columnas de mármol y alfombras de terciopelo rojo. Pasamos a una habitación contigua y vimos uno de los platós donde rodaba. Se limitaba a una enorme cama rosa en forma de corazón y un montón de cámaras y focos en una sala decorada de forma excéntrica. Me di cuenta de inmediato que el escenario de la entrada no era para interpretar precisamente a Calderón de la Barca. Para este señor, Lope de Vega no era más que una bocacalle de José Laguillo.
En aquella época, aunque parezca mentira, era bastante complicado encontrar hombres que quisieran dedicarse a eso. Tenía un libro de fotos repleto de chicas jóvenes aspirantes a modelos, dispuestas a hacer lo que fuera por cumplir su sueño. Pero apenas dos o tres señores, ya no tan jóvenes, con los que repetía reparto una y otra vez. Yo tenía la mitad de años que ellos y eso jugaba a mi favor. Me ofreció un contrato para un año y mudarme a un piso compartido en Madrid. Era menor y nunca me preguntó la edad. Lanzó todo aquello ¡sin llegar a ojear el género! Oferta y demanda supongo.
Como a nadie le amarga un dulce y, total, ya trabajaba rodeado de carne por mucho menos dinero, acepté.
De camino a casa empezaron a asaltarme las dudas. Y no fue por vergüenza, ni por miedo, ni siquiera por defender mis valores. No me negué por nada de eso. Sencillamente no quería que esos trapos sucios salieran a la luz el día que subiera a la tarima del Dorothy Chandler Pavilion de Los Angeles, para recoger el Oscar al mejor actor. Así que veinte minutos después busqué una cabina y lo telefoneé para declinar la oferta.
¿Gilipollas? Pues no pasa un solo día en el que no me haga la misma pregunta.
Así que, la próxima vez que te sientes delante del ordenador para masturbarte, en ese preciso instante en el que decides iniciar navegación privada para teclear en el buscador Pornhub, YouPorn, Xhamster o ToroPorno, recuerda que, detrás de esos millones de cuerpos desnudos y sudorosos, detrás de toda esa lujuria y pasión, del cuero y la silicona, de los focos y las cámaras… detrás de todas esas voluptuosas mentiras, hay historias verdaderas puestas al servicio de tu imaginación para uso y disfrute, incluidos mis veinte minutos como actor porno adolescente.
No te preocupes, pronto podrás borrarme de tus pensamientos en esos momentos tan íntimos… Bueno, menos tú. A ti te costará más.
Yo fui actor porno.
Los recuerdos de mi pubertad me sitúan agazapado junto al resto de amigos detrás de un enorme Seat 1500, esperando a que «el Rata» apareciera tras el portal con el último número del Lib o del Interviú, extirpados con habilidad quirúrgica del somier de la cama de su libidinoso padre. Corríamos como almas que lleva el diablo hasta la clandestinidad de la escombrera detrás del polideportivo. Formábamos un corro alrededor de la revista y allí, junto a aquel arroyo donde no hace mucho cazábamos zapateros, dejábamos volar nuestra imaginación.
Me gustaría haber irrumpido en la edad adulta entre los brazos de Jennifer O´Neill, como aquel adolescente de Verano del 49, en vez de tener que recordar a «el Rata» con sus pantalones de pana en los tobillos, mientras apoyaba el balón sobre su cintura con una mano y con la otra se la cascaba.
En esa época nos formábamos con revistas. Eran un bien escaso. A veces pasaban semanas y seguías con la misma. Llegabas a enamorarte de aquella chica de la foto. Se entablaban verdaderas relaciones, no se trataba sólo de sexo. Cuando te deshacías de aquel ejemplar, ya con demasiadas páginas pegadas, algo dentro de ti se iba también. Ahora en un segundo y a golpe de click tienes asiáticas, maduras, jovencitas, famosas, voyeaur, vintage, amas de casa, gangbang, compilaciones, mamadas, doble penetración, culazos, 3D, MILF… La comodidad está matando al romanticismo. Si Bécquer levantara la cabeza las golondrinas volverían a volar para no volver jamás.
La edad adulta no fue muy diferente. Había largos periodos de tiempo entre novias en los que no pillabas cacho ni a la de tres. La madrugada del sábado moría en torno a las dos de la mañana. A esa hora terminaba el porno de Canal 47 y comenzaban los infocomerciales. Si querías aliviarte esa noche, más vale que te dieras prisa. Si esperabas a que la última pelirroja borracha que quedaba junto al billar te prestara atención y se subiera a tu coche sin vomitar, podías pasarte de la hora límite. Te arriesgabas. Entonces, en el último minuto, llegaba el maromo de detrás de la barra, al que le quedaba la camiseta más ajustada que a ti, y se la llevaba a la trastienda. ¡Maldición! Como Cenicienta escuchando campanadas salía pitando hacia la intimidad de mi casa, quitándome el cinturón mientras subía por la escalera, encendía la tele con los pantalones a medio bajar, sintonizaba el 47 y… aparecía Chuck Norris promocionando el AB Dominator Especial GYM, o, peor aún, aquel pavo que cortaba los clavos con un magnífico cuchillo junto a la sartén antiadherente. La última opción rayaba la desesperación. Poner la del canal plus codificada y engurruñar los ojos tratando de enfocar. Si intuías un pezón, te valía.
Todo eso pudo cambiar aquella tarde.
Una de las peculiaridades que más me gusta de la adolescencia es el inconformismo. Cuando acababa mi turno en la carnicería solía buscarme la vida de casting en casting. Tenía diecisiete años y quería ser actor. En esa época en Sevilla no había muchas opciones, así que tuve la feliz idea de anunciarme en el Cambalache.
Me ofrecieron un buen papel en una obra de teatro de cierto nivel, El Zoo de Cristal de Tennesse Williams. Me comprometí de inmediato. Estaba muy ilusionado. Hasta que, un par de días después, me llamó un señor que decía ser productor de cine y que tenía un proyecto interesante para mí. Le pregunté en qué consistía. Y me respondió que tendría que ir a su casa para verlo.
Elegir entre un total desconocido que invitaba a su casa a un adolescente inocente, o una seria y prestigiosa compañía de teatro ―representando la obra maestra de unos de los escritores más exigentes del género―, debía ser una decisión fácil. Pero no. El inconformismo me llevó a casa del productor.
Quedamos cerca de la Torre del Oro. Apareció en un flamante Mercedes 500 gris metalizado y me llevó hasta su casa, una enorme y lujosa mansión en el Aljarafe sevillano. Nada más entrar, se abrió ante mi un magnífico escenario entre columnas de mármol y alfombras de terciopelo rojo. Pasamos a una habitación contigua y vimos uno de los platós donde rodaba. Se limitaba a una enorme cama rosa en forma de corazón y un montón de cámaras y focos en una sala decorada de forma excéntrica. Me di cuenta de inmediato que el escenario de la entrada no era para interpretar precisamente a Calderón de la Barca. Para este señor, Lope de Vega no era más que una bocacalle de José Laguillo.
En aquella época, aunque parezca mentira, era bastante complicado encontrar hombres que quisieran dedicarse a eso. Tenía un libro de fotos repleto de chicas jóvenes aspirantes a modelos, dispuestas a hacer lo que fuera por cumplir su sueño. Pero apenas dos o tres señores, ya no tan jóvenes, con los que repetía reparto una y otra vez. Yo tenía la mitad de años que ellos y eso jugaba a mi favor. Me ofreció un contrato para un año y mudarme a un piso compartido en Madrid. Era menor y nunca me preguntó la edad. Lanzó todo aquello ¡sin llegar a ojear el género! Oferta y demanda supongo.
Como a nadie le amarga un dulce y, total, ya trabajaba rodeado de carne por mucho menos dinero, acepté.
De camino a casa empezaron a asaltarme las dudas. Y no fue por vergüenza, ni por miedo, ni siquiera por defender mis valores. No me negué por nada de eso. Sencillamente no quería que esos trapos sucios salieran a la luz el día que subiera a la tarima del Dorothy Chandler Pavilion de Los Angeles, para recoger el Oscar al mejor actor. Así que veinte minutos después busqué una cabina y lo telefoneé para declinar la oferta.
¿Gilipollas? Pues no pasa un solo día en el que no me haga la misma pregunta.
Así que, la próxima vez que te sientes delante del ordenador para masturbarte, en ese preciso instante en el que decides iniciar navegación privada para teclear en el buscador Pornhub, YouPorn, Xhamster o ToroPorno, recuerda que, detrás de esos millones de cuerpos desnudos y sudorosos, detrás de toda esa lujuria y pasión, del cuero y la silicona, de los focos y las cámaras… detrás de todas esas voluptuosas mentiras, hay historias verdaderas puestas al servicio de tu imaginación para uso y disfrute, incluidos mis veinte minutos como actor porno adolescente.
No te preocupes, pronto podrás borrarme de tus pensamientos en esos momentos tan íntimos… Bueno, menos tú. A ti te costará más.
Como siempre, la realidad supera a la ficción. Leer tu historia han sido unos minutos de placer absoluto sin quitarme los pantalones.
ResponderEliminarGracias. Supongo. Jajaja.
EliminarNueva historia; nuevo guión...pero está no sería apta para "Cuéntame cómo paso"...Aún no hemos aprendido.
ResponderEliminarA la espera con "ansia viva" del próximo relato.
Esta habría que ir a leerla a Perpiñán...
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