Americanos
El otro día, en el turno de noche, encontrándonos ociosos e inmersos en una insólita epidemia de salud, fuimos cruelmente sorprendidos por el desvelo de la madrugada frente al televisor de la sala de estar. El único canal que se sintonizaba de manera más o menos estable, nos ofreció un western clásico español. No parábamos de encontrar fallos. Mi compañero, y no obstante amigo, justo cuando el indio cherokee lanza la flecha mostrándonos la señal del reloj y la marca de la vacuna en el brazo, no aguanta más y estalla:
―¡Vaya bodrío! ¡Anda qué los americanos iban a consentir eso enseguida!
―Bueno ―le replico― a ellos les permitimos cosas que a otros no. Tampoco es justo eso.
―¿A ti no te ha dado ahora por escribir? ¿Por qué no escribes una historia para una película? ―Continúa mi compañero, no exento de mofa.
―No me lo planteé nunca, la verdad. Pero me bastaría con colocar en orden los innumerables tópicos con los que convivimos desde que tenemos uso de razón. ―Concluyo, justo cuando el cruel ring ring del teléfono pretende poner fin al reto con un implacable fundido a negro.
«Esa noche, la inocencia de la joven Karen se fue junto al último atardecer en aquel sucio callejón. Un precio demasiado alto por un atajo de tan sólo una manzana. Aún abrazaba contra su ensangrentado pecho la carpeta de álgebra donde la tinta del joven Pete juró amor eterno unos minutos antes. La lluvia, aliada esta vez con su cruel asesino, decidió encubrir el rastro en una alcantarilla cualquiera, y con él, la última sonrisa de Karen y Pete.
Mike Bennett es el inspector de policía desaliñado y maleducado encargado del caso. Obsesionado con su trabajo y poco consolado por el alcohol, descubrió, hace días, que su mujer, cansada de su malhumor, le había sido infiel con el entrenador de béisbol de su hijo.
Al llegar a casa, aún humedecido con la lluvia y las lágrimas de aquel callejón, no se anda con rodeos. Ella no lo niega. No puede. Deseaba que la tormenta cesase. Y entre sollozos le pregunta:
―¿Cómo lo has sabido, Mike?
―Te dejaste abierto tu diario, Helen…
―¡¿Qué?! ¿Has leído mi diario? ¡Eres mezquino Mike! ¡No quiero volver a verte nunca más! ¡Largo de mi casa! ―Le recrimina al tiempo que le golpea repetidamente con sus puños en el pecho.
―Tranquila cariño… puedo explicarlo…
―¡Vete! ¡Has traicionado mi confianza! ¡Fuera Mike! ¡Y llévate tu maldita arrogancia empapada en whisky!
Porque sí. Una americana se puede tirar a un equipo entero de hockey, pero como le mires el diario, aunque sea con el rabillo del ojo, más vale que tengas una buena excusa, porque si no ¡estás muerto!
Mike sale de casa con todas sus pertenencias en una caja de cartón, del que siempre sobresale un trozo del trofeo al mejor quarterback del instituto aquel año. En la puerta lo espera su hijo con los ojos vidriosos…
―Papá… ¿vendrás el sábado a verme jugar al béisbol?
―No me lo perdería por nada del mundo, hijo. ―Contesta Mike mientras le desmelena su dorada cabellera.
Tú y yo sabemos que no irá. El niño bateará mirando a la grada y agachando su desolado rostro mientras su madre se muerde los labios de la mano del fornido entrenador.
Y es que Mike ha tocado fondo. Hace meses que le pisa los talones al asesino en serie de la joven Karem y su jefe lo ha suspendido de empleo y sueldo. Sin embargo, justo cuando le pide la placa y la pistola, Mike, lo convence para que le dé veinticuatro horas más. No en vano le salvó la vida en Afganistán, abalanzándose sobre él, interponiéndose entre la metralla y los restos ensangrentados del pobre Jackson, que no se percató del terreno minado sobre el que deambulaba mientras enseñaba a sus compañeros la foto de su hijo recién nacido, en brazos de su bella esposa afroamericana, horas antes de disfrutar del merecido permiso de paternidad.
Mientras tanto, el psicópata disfruta la sobremesa en su casa, afilando cuchillos rodeado de esvásticas. Ha secuestrado a otra chica joven a la que esconde en un sótano secreto.
Eso, en América, por lo visto, es muy típico. Y no tiene que ser ni caro. Me imagino al jefe de obra con los planos comentando las dudas con el psicópata…
―¿Quiere usted el desagüe para la sangre en el centro o lo pongo debajo de la mesa de mármol de descuartizar?
―Y la insonorización para los gritos… ¿le llegó ya el presupuesto? Es qué lo tengo que saber antes de terminar el pasadizo secreto hasta la fosa del bosque. Porque va unido al conducto enorme del aire acondicionado por el que podrá reptar usted sin problema con sus noventa y siete kilos y el hacha pero que se romperá justo cuando la famélica adolescente esté llegando a la salida…
―Sí, si… me llegó el presupuesto. Pero este mes estoy muy justo de dinero, porque me acaba de llegar el pedido de cadenas, ganchos y cuchillos de carnicero… A ver si es posible ajustar un poco el precio, si no este año me parece a mí que poco voy a matar. ―Le replica el asesino mientras prueba unas cerillas que al prender iluminan todo el sótano pero le dejan a él la cara en penumbra.
Mike sale de su nuevo apartamento. No echa la cerradura pese a estar en el peor barrio del distrito. Necesita un coche. Su mujer se quedó con el suyo. Va al parking, se acerca a uno cualquiera ―cutrecillo por fuera pero apreparao de motor para no quedarse atrás en las persecuciones con el 4x4 negro del psicópata― lo abre sin problemas, busca con poca suerte la llave en el arranque, en la guantera, bajo la alfombrilla… ¡nada! Cuando cree que todo está perdido, baja el parasol y le cae en las piernas. ¡Bingo!
Saca de su roída cazadora de cuero una caja de cerillas que encontró en la escena del último crimen. Observa en ella el logotipo de un bar. Arranca quemando goma y se dirige a ese sucio antro. Aunque son las once de la mañana siempre hay un borracho en cada esquina de la barra y una puta bailando al fondo. El camarero, que tiene una escopeta con los cañones recortados bajo el mostrador ―todos los garitos que se precien la traen de serie― no tiene ganas de conversación. Pero Mike saca un billete de veinte dólares y le dice:
―Quizás Benjamin Franklin te refresque la memoria…
―Ese es Andrew Jackson, señor. ―Le replica el camarero mientras traga saliva.
―¡¿Qué eres tú, un puto listillo!? ―Le grita Mike, al tiempo que lo agarra del cuello y lo estampa contra el mostrador.
El camarero canta hasta por soleares.
Le ha dado una dirección. Y da igual que sea en un mercado de Detroit, en Chinatown, en Hollywood Boulevard, o en el puto Rockefeller Center de Manhattan… Mike encuentra aparcamiento en la misma puerta del sitio donde va. ¡Y a ver qué gorrilla tiene huevos de pedirle algo!
Pero la pista es antigua. Un viejo almacén abandonado con un montón de plásticos colgando como cortinas y algunos mubles apilados ―que piensas: «si están mejor que los míos»―. Algún gato que tira un ruidoso cubo de basura para que te asustes un momento. O un mendigo que sale de la oscuridad con su carro de hipermercado lleno de latas y al que Mike encañona rectificando en el último suspiro. Poco más.
Abatido, perdido, meditabundo, regresa a su sucio apartamento, también con hueco para aparcar en la puerta.
Entra sin llave. Va al frigorífico. Está prácticamente vacío. Aparta el plástico de un nauseabundo bol. Lo huele. Lo deja de nuevo donde lo encontró. Camina hacia el salón. Toma un vaso. Junto a él hay hielo ―milagrosamente no se derritió, pese a llevar todo el día a temperatura ambiente― se sirve un whisky. Da un sorbo. Enciende la televisión y aparece justo la pista que le interesa para resolver el caso.
De inmediato descuelga el teléfono y llama a su mujer. Teme lo peor. La voz burlona y chocante del psicópata al otro lado lo confirma. Tiene a su mujer y a su hijo. Deja caer el teléfono a cámara lenta y sale disparado por la escalera saltando los escalones de tres en tres mientras esquiva vecinas ancianas. Te dices: «para la edad que tiene, lo que bebe y lo que fuma… ¡el tío está para jugar!».
Es hora punta y su mujer vive a treinta y cinco kilómetros de allí. Pero Mike llega en lo que tú tardas en cambiar la postura de las piernas en el sofá. Y encuentra aparcamiento en la puerta, como no podía ser de otra manera.
Entra en la casa, de nuevo sin llave, y encuentra a su mujer, siempre en ropa interior o camisón ―que mascullas: «es pa raptarla o no es pa raptarla»― atada a una silla y con una bomba casera pegada al pecho. Bueno, es casera, pero americana. Tiene los cables de colores como dios manda, la dinamita acabada de sacar del paquete y un reloj digital magnífico para indicar el tiempo que queda. Que te preguntas tú… ¡¿En qué coño trabajará el psicópata este?!, ¡por dios!
Mike mira los ojos de su mujer. Toma aire y coloca los alicates sobre el cable rojo. Los americanos siempre tienen la linterna y los alicates a mano, en mi casa estalla la bomba y todavía estoy yo abriendo cajones… ¡Me cago en la puta, si es qué me lo cogen tó!
Finalmente decide cortar el cable azul. El contador se acelera drásticamente. ¡Maldita sea! El sudor de Mike se confunde con las lágrimas de Helen. Tú te incorporas en el sillón, acercas la cara al televisor y le gritas:
―¡Corta el rojo, cojones!
¡Tranquila mujer! Si Mike lo sabe. ¿No ves qué estuvo en las fuerzas especiales en Afganistán y en el cuerpo de artificieros de la policía en Michigan? Lo que pasa es que va a esperar a que el contador marque 0001. ¿O es qué te crees que se le ha olvidado que se tiraba al entrenador del niño?
¡Ea! Ahora sí… Detiene la bomba, le quita las cuerdas y la abraza.
―No vuelvas a leer mi diario, Mike…
―Voy a cambiar, cariño. Te lo prometo.
Alguien aplaude en la oscuridad. Mike se gira. Un rostro burlón sale por primera vez de la penumbra. Está abrazando al pequeño Timi. Tiene un cuchillo en su garganta.
―¿Qué piensas hacer ahora, Mike? ¿Qué tienes para mí, HÉROE? ¡Ja, ja, ja, ja!
Mike saca su Beretta de nueve milímetros de la cartuchera sobaquera y apunta al rostro del asesino. Pero los americanos no matan hasta que sentencian con una frase… Gira suavemente la cabeza. Giña un ojo...
―Nada, Willy. No tengo nada. ¿Sabes por qué?
―No, Mike... ¿Por qué?
―Porque yo no negocio con psicópatas… ¡yo me los cargo!
¡BANG! Entre ceja y ceja.
La sangre salpica el camisón de Helen y el pequeño Timi sale corriendo para abrazar a su padre.
―¡Papá..! Papá..!
―Sí, hijo…
―¡Te quiero!
―¡Y yo a ti, hijo mío!
―Aunque sigo sin perdonarte que no vinieras al partido.
Primer plano de la emocionada madre colocándose la mano el la boca, mientras contempla como padre e hijo se vuelven a fundir en un abrazo.
El plano se hace ahora cenital. Las siluetas de la familia se pierden en la oscuridad de la noche. A lo lejos, las sirenas de la policía se mezclan con el redoble de batería y la guitarra distorsionada que dan paso a los títulos de crédito, mientras tú te secas con disimulo las lágrimas sin que tu pareja te vea».
Sí. El otro día. En el turno de noche. Encontrándonos ociosos e inmersos en una insólita epidemia de salud. Fuimos cruelmente sorprendidos por el desvelo de la madrugada frente al televisor de la sala de estar. Entre señales de relojes y marcas de vacunas. Un pacto entre caballeros. A mi me dio por escribir. Sólo espero que a ti te dé ahora por leer.
―¡Vaya bodrío! ¡Anda qué los americanos iban a consentir eso enseguida!
―Bueno ―le replico― a ellos les permitimos cosas que a otros no. Tampoco es justo eso.
―¿A ti no te ha dado ahora por escribir? ¿Por qué no escribes una historia para una película? ―Continúa mi compañero, no exento de mofa.
―No me lo planteé nunca, la verdad. Pero me bastaría con colocar en orden los innumerables tópicos con los que convivimos desde que tenemos uso de razón. ―Concluyo, justo cuando el cruel ring ring del teléfono pretende poner fin al reto con un implacable fundido a negro.
«Esa noche, la inocencia de la joven Karen se fue junto al último atardecer en aquel sucio callejón. Un precio demasiado alto por un atajo de tan sólo una manzana. Aún abrazaba contra su ensangrentado pecho la carpeta de álgebra donde la tinta del joven Pete juró amor eterno unos minutos antes. La lluvia, aliada esta vez con su cruel asesino, decidió encubrir el rastro en una alcantarilla cualquiera, y con él, la última sonrisa de Karen y Pete.
Mike Bennett es el inspector de policía desaliñado y maleducado encargado del caso. Obsesionado con su trabajo y poco consolado por el alcohol, descubrió, hace días, que su mujer, cansada de su malhumor, le había sido infiel con el entrenador de béisbol de su hijo.
Al llegar a casa, aún humedecido con la lluvia y las lágrimas de aquel callejón, no se anda con rodeos. Ella no lo niega. No puede. Deseaba que la tormenta cesase. Y entre sollozos le pregunta:
―¿Cómo lo has sabido, Mike?
―Te dejaste abierto tu diario, Helen…
―¡¿Qué?! ¿Has leído mi diario? ¡Eres mezquino Mike! ¡No quiero volver a verte nunca más! ¡Largo de mi casa! ―Le recrimina al tiempo que le golpea repetidamente con sus puños en el pecho.
―Tranquila cariño… puedo explicarlo…
―¡Vete! ¡Has traicionado mi confianza! ¡Fuera Mike! ¡Y llévate tu maldita arrogancia empapada en whisky!
Porque sí. Una americana se puede tirar a un equipo entero de hockey, pero como le mires el diario, aunque sea con el rabillo del ojo, más vale que tengas una buena excusa, porque si no ¡estás muerto!
Mike sale de casa con todas sus pertenencias en una caja de cartón, del que siempre sobresale un trozo del trofeo al mejor quarterback del instituto aquel año. En la puerta lo espera su hijo con los ojos vidriosos…
―Papá… ¿vendrás el sábado a verme jugar al béisbol?
―No me lo perdería por nada del mundo, hijo. ―Contesta Mike mientras le desmelena su dorada cabellera.
Tú y yo sabemos que no irá. El niño bateará mirando a la grada y agachando su desolado rostro mientras su madre se muerde los labios de la mano del fornido entrenador.
Y es que Mike ha tocado fondo. Hace meses que le pisa los talones al asesino en serie de la joven Karem y su jefe lo ha suspendido de empleo y sueldo. Sin embargo, justo cuando le pide la placa y la pistola, Mike, lo convence para que le dé veinticuatro horas más. No en vano le salvó la vida en Afganistán, abalanzándose sobre él, interponiéndose entre la metralla y los restos ensangrentados del pobre Jackson, que no se percató del terreno minado sobre el que deambulaba mientras enseñaba a sus compañeros la foto de su hijo recién nacido, en brazos de su bella esposa afroamericana, horas antes de disfrutar del merecido permiso de paternidad.
Mientras tanto, el psicópata disfruta la sobremesa en su casa, afilando cuchillos rodeado de esvásticas. Ha secuestrado a otra chica joven a la que esconde en un sótano secreto.
Eso, en América, por lo visto, es muy típico. Y no tiene que ser ni caro. Me imagino al jefe de obra con los planos comentando las dudas con el psicópata…
―¿Quiere usted el desagüe para la sangre en el centro o lo pongo debajo de la mesa de mármol de descuartizar?
―Y la insonorización para los gritos… ¿le llegó ya el presupuesto? Es qué lo tengo que saber antes de terminar el pasadizo secreto hasta la fosa del bosque. Porque va unido al conducto enorme del aire acondicionado por el que podrá reptar usted sin problema con sus noventa y siete kilos y el hacha pero que se romperá justo cuando la famélica adolescente esté llegando a la salida…
―Sí, si… me llegó el presupuesto. Pero este mes estoy muy justo de dinero, porque me acaba de llegar el pedido de cadenas, ganchos y cuchillos de carnicero… A ver si es posible ajustar un poco el precio, si no este año me parece a mí que poco voy a matar. ―Le replica el asesino mientras prueba unas cerillas que al prender iluminan todo el sótano pero le dejan a él la cara en penumbra.
Mike sale de su nuevo apartamento. No echa la cerradura pese a estar en el peor barrio del distrito. Necesita un coche. Su mujer se quedó con el suyo. Va al parking, se acerca a uno cualquiera ―cutrecillo por fuera pero apreparao de motor para no quedarse atrás en las persecuciones con el 4x4 negro del psicópata― lo abre sin problemas, busca con poca suerte la llave en el arranque, en la guantera, bajo la alfombrilla… ¡nada! Cuando cree que todo está perdido, baja el parasol y le cae en las piernas. ¡Bingo!
Saca de su roída cazadora de cuero una caja de cerillas que encontró en la escena del último crimen. Observa en ella el logotipo de un bar. Arranca quemando goma y se dirige a ese sucio antro. Aunque son las once de la mañana siempre hay un borracho en cada esquina de la barra y una puta bailando al fondo. El camarero, que tiene una escopeta con los cañones recortados bajo el mostrador ―todos los garitos que se precien la traen de serie― no tiene ganas de conversación. Pero Mike saca un billete de veinte dólares y le dice:
―Quizás Benjamin Franklin te refresque la memoria…
―Ese es Andrew Jackson, señor. ―Le replica el camarero mientras traga saliva.
―¡¿Qué eres tú, un puto listillo!? ―Le grita Mike, al tiempo que lo agarra del cuello y lo estampa contra el mostrador.
El camarero canta hasta por soleares.
Le ha dado una dirección. Y da igual que sea en un mercado de Detroit, en Chinatown, en Hollywood Boulevard, o en el puto Rockefeller Center de Manhattan… Mike encuentra aparcamiento en la misma puerta del sitio donde va. ¡Y a ver qué gorrilla tiene huevos de pedirle algo!
Pero la pista es antigua. Un viejo almacén abandonado con un montón de plásticos colgando como cortinas y algunos mubles apilados ―que piensas: «si están mejor que los míos»―. Algún gato que tira un ruidoso cubo de basura para que te asustes un momento. O un mendigo que sale de la oscuridad con su carro de hipermercado lleno de latas y al que Mike encañona rectificando en el último suspiro. Poco más.
Abatido, perdido, meditabundo, regresa a su sucio apartamento, también con hueco para aparcar en la puerta.
Entra sin llave. Va al frigorífico. Está prácticamente vacío. Aparta el plástico de un nauseabundo bol. Lo huele. Lo deja de nuevo donde lo encontró. Camina hacia el salón. Toma un vaso. Junto a él hay hielo ―milagrosamente no se derritió, pese a llevar todo el día a temperatura ambiente― se sirve un whisky. Da un sorbo. Enciende la televisión y aparece justo la pista que le interesa para resolver el caso.
De inmediato descuelga el teléfono y llama a su mujer. Teme lo peor. La voz burlona y chocante del psicópata al otro lado lo confirma. Tiene a su mujer y a su hijo. Deja caer el teléfono a cámara lenta y sale disparado por la escalera saltando los escalones de tres en tres mientras esquiva vecinas ancianas. Te dices: «para la edad que tiene, lo que bebe y lo que fuma… ¡el tío está para jugar!».
Es hora punta y su mujer vive a treinta y cinco kilómetros de allí. Pero Mike llega en lo que tú tardas en cambiar la postura de las piernas en el sofá. Y encuentra aparcamiento en la puerta, como no podía ser de otra manera.
Entra en la casa, de nuevo sin llave, y encuentra a su mujer, siempre en ropa interior o camisón ―que mascullas: «es pa raptarla o no es pa raptarla»― atada a una silla y con una bomba casera pegada al pecho. Bueno, es casera, pero americana. Tiene los cables de colores como dios manda, la dinamita acabada de sacar del paquete y un reloj digital magnífico para indicar el tiempo que queda. Que te preguntas tú… ¡¿En qué coño trabajará el psicópata este?!, ¡por dios!
Mike mira los ojos de su mujer. Toma aire y coloca los alicates sobre el cable rojo. Los americanos siempre tienen la linterna y los alicates a mano, en mi casa estalla la bomba y todavía estoy yo abriendo cajones… ¡Me cago en la puta, si es qué me lo cogen tó!
Finalmente decide cortar el cable azul. El contador se acelera drásticamente. ¡Maldita sea! El sudor de Mike se confunde con las lágrimas de Helen. Tú te incorporas en el sillón, acercas la cara al televisor y le gritas:
―¡Corta el rojo, cojones!
¡Tranquila mujer! Si Mike lo sabe. ¿No ves qué estuvo en las fuerzas especiales en Afganistán y en el cuerpo de artificieros de la policía en Michigan? Lo que pasa es que va a esperar a que el contador marque 0001. ¿O es qué te crees que se le ha olvidado que se tiraba al entrenador del niño?
¡Ea! Ahora sí… Detiene la bomba, le quita las cuerdas y la abraza.
―No vuelvas a leer mi diario, Mike…
―Voy a cambiar, cariño. Te lo prometo.
Alguien aplaude en la oscuridad. Mike se gira. Un rostro burlón sale por primera vez de la penumbra. Está abrazando al pequeño Timi. Tiene un cuchillo en su garganta.
―¿Qué piensas hacer ahora, Mike? ¿Qué tienes para mí, HÉROE? ¡Ja, ja, ja, ja!
Mike saca su Beretta de nueve milímetros de la cartuchera sobaquera y apunta al rostro del asesino. Pero los americanos no matan hasta que sentencian con una frase… Gira suavemente la cabeza. Giña un ojo...
―Nada, Willy. No tengo nada. ¿Sabes por qué?
―No, Mike... ¿Por qué?
―Porque yo no negocio con psicópatas… ¡yo me los cargo!
¡BANG! Entre ceja y ceja.
La sangre salpica el camisón de Helen y el pequeño Timi sale corriendo para abrazar a su padre.
―¡Papá..! Papá..!
―Sí, hijo…
―¡Te quiero!
―¡Y yo a ti, hijo mío!
―Aunque sigo sin perdonarte que no vinieras al partido.
Primer plano de la emocionada madre colocándose la mano el la boca, mientras contempla como padre e hijo se vuelven a fundir en un abrazo.
El plano se hace ahora cenital. Las siluetas de la familia se pierden en la oscuridad de la noche. A lo lejos, las sirenas de la policía se mezclan con el redoble de batería y la guitarra distorsionada que dan paso a los títulos de crédito, mientras tú te secas con disimulo las lágrimas sin que tu pareja te vea».
Sí. El otro día. En el turno de noche. Encontrándonos ociosos e inmersos en una insólita epidemia de salud. Fuimos cruelmente sorprendidos por el desvelo de la madrugada frente al televisor de la sala de estar. Entre señales de relojes y marcas de vacunas. Un pacto entre caballeros. A mi me dio por escribir. Sólo espero que a ti te dé ahora por leer.
Buenísima. Muy "Hollywoodiense". Ahora sólo queda pasarla a la gran pantalla y recoger la estatuilla dorada con discursito incluido. Bravo.
ResponderEliminarJajaja... Mil gracias.
EliminarLa espera ha sido larga.
ResponderEliminarComo todos los caldos ( incluido los de la sopa de Mamá) los relatos necesitan su tiempo para madurar.En esta ocasión esperaba un Moet Chandon...y me he encontrado con un Don Perignon (del 57, como le gusta a Bond, James Bond).¡¡¡Soberbio!!! ( Me refiero al relato; el Don Perignon del 57 aún no he tenido el placer de saborearlo).
John Moody ha vuelto...¡¡A lo grande!!
Creí que el último relato sería muy difícil de superar...pero lo ha hecho.Se ha superado una vez más.
Si estuviéramos en los EE.UU. ya te habrían comprado la historia para hacer la película.
¡¡¡¡Soberbio!!!!
¡¡¡A la espera del nuevo relato!!!
Sí, hacía tiempo. Es verdad. Gracias por tus palabras. Besos.
Eliminar