Cruce de caminos
Aún a riesgo de que se acuerden de Perogrullo, debo empezar haciendo constar que existe una enorme diferencia entre escuchar música y sentir la música.
A los quince años pensaba que no podía haber nada más allá de Elvis. Quería ser como él. Escuchaba su música, veía las películas, leía libros sobre su vida... Escudriñaba cada contraportada de cada disco y siempre me remitían a la música blues como base de su formación musical. Cansado de tantas alusiones al género, decidí profundizar en el tema. Así que tomé el bus hasta el centro y entré en Sevilla Rock, por aquel entonces la tienda de discos más molona de la ciudad.
Rock. Pop. Country. Heavy. Punk. Hair Metal. Glam. Hip Hop. Rap. Disco. Techno. Dance…
―¿Perdone, dónde está la música blues?
―Al fondo. Debajo del Folk, junto a la música infantil.
Y allí era, efectivamente... entre Bob Dylan y Miliki. El vinilo más caro no pasaba de doscientas pesetas. No conocía a nadie. Así que tomé al azar uno de un tal Robert Johnson.
De camino a casa fui leyendo de nuevo la contraportada. «La música blues (tristeza, melancolía) nace a finales del siglo XIX en las comunidades afroamericanas del sur de los EEUU, evolucionando a partir de los cantos de los esclavos y trabajadores negros pobres… y bla, bla, bla». Recuerdo que me fascinó la leyenda que hablaba de como vendió su alma al diablo en un cruce de caminos, para poder convertirse en el mejor gutarrista de blues sobre la faz de la tierra.
¿Y qué carajo tenía eso qué ver con un adolescente blanco del sevillano barrio del Parque Alcosa?
Llegué a mi cuarto. Saqué el vinilo del cartón. Lo rocié con espray antiestático. Le pasé la gamuza. Lo coloqué en mi compacto INVES. Entre el dedo pulgar y el índice tomé con extrema delicadeza el cabezal con la aguja. El plato comenzó a girar. Y el destino quiso que cayera en el corte de Crossroads blues.
Los altavoces escupen un alarido horroroso que me taladra los tímpanos. ¡Ostias! ¡¿Pero ésto de qué año es?! Pues una grabación de 1937, con un micrófono de mierda, en una sola toma y en la habitación de un hotel. Era evidente que no estaba preparado para disfrutar de una obra de arte de esa magnitud. Faltaban aún mil noches y algún corazón roto.
Ésto era escuchar música blues.
Años más tarde, cuando trabajaba en la construcción, solía ir a fotocopiar los planos de las obras para los arquitectos. Había una administrativa en mi turno. Aunque su aspecto físico era atractivo, había algo en su forma de ser que me chocaba. A menudo me daba conversación. Me piropeaba y en ocasiones casi me adulaba, siempre desde el respeto y la educación. Era muy sutil, casi infantil. Pero incesante.
Al principio la evitaba. Me resultaba irritante. Hasta que me propuso una cita. Le puse una excusa, tan absurda, que no fue suficiente para hacerla desistir. Un día. Otro. Y al otro, también. Yo no estaba con nadie en aquel momento, así que, un poco por lástima, y otro poco por falta de excusas, accedí. Química, lo que se dice química, no recuerdo haber sentido. Pero me reía y estaba cómodo con ella.
Salimos dos o tres veces en la misma semana. Cada cita nos acercaba un poco más. Una mirada. Una sonrisa. Una caricia disimulada.
Trataba de convencerme de que valía la pena. Me centré sólo en lo positivo. Seguro que conociéndola a fondo saltaba la chispa. Pero no. Me sentía fatal por no poder corresponderla.
El problema quizá fuera que era católica apostólica y romana. Siempre tuve un imán especial para las monjas. Ésta, en concreto, llevaba a rajatabla los votos de obediencia, pobreza y castidad. Era dos años mayor que yo y nunca había estado con un hombre. Para un macarra de barrio que había crecido imitando a los personajes de Grease, el reto era considerable.
Qué me hubiese elegido a mí para entregarme lo más íntimo y puro que le quedaba, me llegó al alma. No sé si una persona puede obligarse a sí misma a enamorarse de otra… yo lo intenté hasta la saciedad. Y pensé que lo había conseguido. Incluso noté esa presión retroesternal cuando nos cruzábamos por los pasillos. Sea como fuere, y convencido de que ella no daría el paso importante, decidí organizar una cita romántica. Algo especial.
Aquel viernes salí pronto de trabajar. Sin caer en la cuenta, como hiciera Robert Johnson en el cruce de caminos, me dispuse a vender mi alma al diablo. Cambié mi cazadora de cuero, mis vaqueros rotos y mis botas de motero, por un traje de lino blanco, una camiseta azul celeste con cuello a la caja y unas alpargatas de esparto a juego. Una ducha relajante y un poco de gomina para mantener los pelos de punta. Regué todo aquello con un litro de Vorago distribuido estratégicamente por todo el cuerpo. Al más puro estilo Miami Vice, una caricatura de Don Johnson deambulaba en la noche por las calles de la ciudad... sólo que esta vez el pacto con el diablo suponía sustituir el ritmo de You Belong to the City de Glenn Frey ―que tantas veces me erizó la piel― por un recital en vivo de merengue y bachata, su música preferida.
Al finalizar el concierto, fuimos paseando hasta un pub romántico con velas y toda esa mierda. Estiramos la velada tonteando como de costumbre. De pronto, un gesto cualquiera se convierte justo en el gesto que buscaba. Volvió aquella presión retroesternal seguida esta vez de una taquicardia desbocada que pedía paso. Si eso no era amor, nada lo sería… ¡Por fin lo conseguí!
La miré a los ojos, lentamente acerqué mis labios a su boca, sonreí, me desvié con discreción hasta rozar con mi aliento su cuello y ahí le susurre «no puedes empezar un fuego sin una chispa, aunque tan sólo estemos bailando en la oscuridad»…
De repente, su cara se tornó roja como un Frigodedo. Me puso la mano en el pecho y me apartó con una brusquedad impropia en ella. Salió corriendo y desapareció entre el humo, el neón y los versos de Springsteen. Versos que nunca fallaron. Me quedé allí, solo, con cara de tonto y rodeado de velas.
Junto a mí, olvidado por la premura de la indignación, su bolso. Permanecí un rato en la escena del crimen, tan patético como el apio que flotaba en mi zumo de tomate. Pensaba que, al menos, regresaría por sus pertenencias.
Al cabo de una hora, entró en escena la amiga de cabecera. Se acercó con el semblante avinagrado y me soltó que estaba muy afectada, no se esperaba algo así de mí. Me dijo que me equivoqué de principio a fin, que yo no era para nada su tipo. Indignada se levantó y también se marchó.
De vuelta a casa. Noche cerrada. Calles desiertas. El semáforo me detiene junto al cruce de caminos. Una inoportuna tormenta estival golpea con ferocidad la chapa del coche. Busco un aliado en el dial de mi Blaupunkt. Aparece Radio Ochenta Serie Oro, «la radio musical bien hecha». El lamento sobrecogedor de la guitarra de Robert Johnson suena hoy de forma distinta. Los cristales empañados apenas me dejan ver como el agua de la lluvia arrastra hacia la alcantarilla los últimos restos de mi autoestima. Acompasada con cada acorde, vuelvo a sentir esa opresión en el pecho. Y al fondo, en aquel cruce, el diablo sonríe danzando al ritmo de merengue y bachata, mientras entre sus garras se deshace mi alma vestida de lino blanco, camiseta azul celeste y alpargatas de esparto.
Y supe que aquello fue sentir el blues.
Uffff.... melancolía en estado puro. Me encanta.
ResponderEliminar"I wake up this mornin´... " Gracias mil.
Eliminar¡Bravo...bravo...y bravo!
ResponderEliminarSin menospreciar el Blues...las notas de " You belong to the City" han ido " in crescendo " desde el comienzo de la lectura.Solo te ha faltado mencionar el "Lucky sin filtro" y el "Zippo".
¿Quién no ha pasado por sufrir ese " videoclip" en carnes propias"? ¿Tu no?.... Pues yo sí...y coincido con Juan Moody en una cosa; no es lo mismo "verlo" que protagonizarlo en la vida real.
Nuevamente mi mayor aplauso.
Enhorabuena.
Pd: ¿Dónde tendré mi cinta de casette con la banda sonora de "Miami Vice"?
Jajaja... Seguro que tu cinta está sujetando el mueble bar. Aunque tenía buen material... Gracias por tus palabras.
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