Dos hombres y un destino
Hubo una época en la que el fin de semana duraba lo que un par de botellas de whisky. Caía la tarde del soleado sábado y amanecía el tormentoso lunes. No me preguntes por los domingos.
De lunes a sábado trabajaba de doce a catorce horas diarias en un almacén de productos cárnicos en Merca Sevilla. Las tardes las ocupaba entre el hedor del gimnasio y los apuntes del acceso a la universidad. Me levantaba a las cuatro de la mañana y llegaba a casa a las once y media de la noche. Así que el desfase del fin de semana me lo ganaba a pulso.
Dos o tres tardes a la semana, mi amigo Faco me recogía con su decrépito Citroën 2cv y entrábamos juntos al gimnasio. Nos dejábamos la piel en la tarima de tanto picarnos entre nosotros. Aunque, en realidad, lo único que nos interesaba eran las tías.
Con veintipocos años, no mal parecidos y sin un gramo de grasa en nuestros cuerpos, nos preguntábamos por qué coño no nos comíamos absolutamente nada desde hacía más de seis meses. Nada de nada.
Aquel viernes, junto al press banca, y bajo el póster de Steven Seagal, dos treintañeras no nos quitaron la vista de encima. Miraban. Sonreían. Volvían a mirar…
―¿Has visto a esas dos Faco?
―¡Vaya tetas qué tiene la morena!
―¡Qué cabrón eres! Te has fijado en la misma que yo… ¡Venga, una repetición más… qué están mirando! ¡Hoy follamos!
―¡Auumpp! ¡Ostia, un tirón! ¡Para, para! ¡Joder… puto hombro!
―Es que eres mu bestia, Faco… Metes muchos kilos, joder… Deja que te lo mire, anda.
Justo en el momento en el que comienzo a masajear el contracturado deltoides de Faco, se acercan las dos chicas y, con sus voces aterciopeladas, nos confiesan:
―¡Perdonad! Hacéis una pareja preciosa, enhorabuena por mostraros así de naturales.
Nos quedamos petrificados. Al instante, mis manos saltaron de los hombros de Faco como si el mismísimo Zeus les hubiera lanzado un rayo justiciero. Colocándonos las camisetas sabedores de que la vida nos iba en ello, exclamamos:
―¡Eh, eh… qué nosotros no somos pareja!
―¡Pues no qué nos han tomado por maricones estas tías!
Para digerir tamaño fiasco, decidimos pasar el resto del fin de semana en la playa. Siempre y cuando, claro está, el 2Cv estuviera de acuerdo. Ataviados como si perteneciéramos al mismísimo Nirvana y con media destilería de Tennessee desperdigada por los asientos traseros, nos dispusimos a emprender nuestra particular odisea.
La velocidad punta del Facotroen rara vez pasaba de 60 km/h. No tenía aire acondicionado, así que decidimos detenernos un momento en el arcén y desenrollar la capota de tela para impregnarnos de la suave brisa de aquel precioso atardecer estival. Faco llevaba un pantalón corto, una camiseta de tirantes y unas gafas redondas verdes al más puro estilo Lennon. Yo, en cambio, a medio camino entre Kurt Cobain y Bunbury, lucía un haraposo pantalón vaquero, rasgado con mil costurones, una camisa sin mangas y una cinta en el pelo.
Nada más soltar las abrazaderas de la loneta, el viento hace acto de presencia y levanta con fuerza el falso techo, haciéndolo ondear como una bandera que se pretende zafar de su mástil. Temerosos de que pudiera rajarse, empezamos a dar torpes manotazos por todo el coche. Al intentar subirme al capó, descuelgo el ya maltrecho paragolpes al usarlo como improvisado trampolín. Faco, que actúa desde el interior, pisa una botella vacía y ―viendo perdida la verticalidad― jala de la loneta como lo hiciera la de Psicosis en la ducha. ¡Zas!
En ese preciso instante, notamos a nuestras espaldas una presencia que se acerca. La guardia civil.
―Buenas tardes. ¿Tienen problemas con el vehículo? ―Nos interroga uno de ellos, al tiempo que retira bruscamente los dedos de la visera de su gorra.
―¡Qué no agente! ¡Qué no estamos haciendo na..! ―Comienza a responder Faco, con voz temblorosa y aliento a Varon Dandy.
―Nada importante... ―me apresuro a arreglar el entuerto en curso― Es que estamos asegurando la lona del vehículo para no tener problemas durante la marcha.
El cabo se acerca y, amablemente, nos ayuda a enrollar y fijar la loneta en el techo, esforzándose por no centrar la mirada en el interior del cascajo. Su compañero comienza a hablar por radio.
―!J-44… J-44! Me recibe. Cambio.
―Adelante J-44.
―No hay accidente. Repito. No hay accidente, ni heridos. Tan sólo es una pequeña avería. Cambio.
―Recibido J-44. Entiendo qué no se precisa asistencia.
―Afirmativo Central. Se trata de una pareja joven que ya reinicia su itinerario sin problemas. Cambio y corto.
―Recibido J-44. Cambio y corto.
Faco gira sin brusquedad la cabeza hacia el cabo y, con más miedo que respeto, le explica:
―¡Qué va agente! Nosotros no somos pareja.
El de la Benemérita sonríe mientras asiente discretamente con la cabeza.
Después de aquello, y viendo que caía la tarde, decidimos proseguir por carreteras secundarias. La noche nos sorprendió serpenteando entre pinos y curvas en algún lugar entre Caños de Meca y Zahara de los Atunes.
El coche tenía un problema. Otro. Si utilizábamos en exceso los frenos, las llantas de acero se ponían casi al rojo vivo. De manera que había que jugar con el freno de manos y el freno motor para detener el cacharro. Como si de un barco se tratase, tenías que calcular muy bien la velocidad y la inercia para ir reduciendo con suficiente antelación.
Después de descender por montes durante cuarenta y cinco minutos, perdíamos el control cada vez con mayor facilidad. Nos vimos obligados a detenernos en mitad de la nada. El humo de las llantas se confundía con los gases del escape. La luz de cruce y los intermitentes ―al incidir con el polvo de nuestras pisadas― formaban un extraño halo que se perdía en la oscuridad de la noche. La escena presentaba un aspecto fantasmagórico. Teníamos toda la pinta de los primeros que mueren en las películas de miedo.
Urgía salir de allí como fuese. Para ello había que refrigerar antes las llantas... y no llevábamos agua. Así que la solución se presentó de manera natural. Fisiológicamente natural. El exceso de cerveza en nuestra vejiga.
Y allí estábamos los dos. Solos. Temerosos. Con los pantalones por las rodillas, más nocturnidad que alevosía… y refrigerando como si no hubiera un mañana. Al coincidir en el mismo lateral del vehículo, Faco desvía la vista hacia mi neumático. Quiere cerciorarse de que lo hago de forma correcta. Él entiende su coche. En algún huidizo instante, fugaz, efímero… sin pretenderlo y de pasadas, ojea el género.
―Quillo, estamos claramente por encima de la media. Seguro. ¡Yo no sé que carajo quieren las tías! De verdad.
―¡Qué no Faco!, no te comas más el tarro. No tiene que ver con eso. Son rachas… Ya follaremos hombre.
―Si tú lo dices. Pero una boa es una boa ¿o no?
Un silencio breve ―no diría incómodo, más bien sorpresivo― precedió a una gran carcajada, y, conviniendo que no era el mejor momento para hablar de aquello, nos armamos de valor y retomamos el camino hacia la costa.
El gran azul se mostró por fin ante nosotros como fiel redentor. Atracamos el Facotroen cerca de una duna. Salimos con una sensación de superación difícil de explicar. Inspiramos toda la brisa marina que cabía en nuestros pulmones y nos dejamos caer sobre la arena que aún guardaba cierta tibieza. Sobre nosotros, la poderosa luna y las luces de los chiringuitos, apenas nos dejaban distinguir la multitud de estrellas de aquel cielo de junio. Nos incorporamos ligeramente y permanecimos sentados con la mirada perdida en el horizonte. Y, justo en ese idílico instante, una sombra se hace grande sobre nosotros. Una señora mayor, educada, con acento extranjero y una cámara colgada al cuello, nos interrumpe:
―Excuse me guys ... do you speak English?
―¡Qué va. Mu poco! ―Se apresura a aclarar Faco.
―!Ah! Ok. Soy fotógrafa… ¿Pueden posar en una foto para mi? Ustedes son una linda pareja en una preciosa noche.
―¡¿Qué dice esta tía?! A ver señora… ¡Qué no somos pareja! ―Replica mi compañero, elevando ligeramente el tono ante la mirada turulata de la guiri.
―Disculpe a mi amigo ―intercedo una vez más intentando suavizar la tensión― es que ya hemos empatado con el bueno de Pedro negando esta noche. No somos gais señora.
Las siguientes horas de ese intenso sábado ―empapadas en cubatas y sudor, deslumbradas por el humo y el neón― no tuvieron a bien permanecer en el recuerdo. Sí lo hizo, en cambio, aquel amanecer de domingo. Nos sorprendió junto al viejo Citroën con el sabor de la resaca en nuestra boca y la crueldad de la frustracíon en el alma… Otro sábado más sin follar. Van veinticinco.
Desayunamos en un bar de pescadores y pusimos rumbo a la playa nudista de Caños de Meca, con el silencio como nuevo tripulante.
Nada más arribar, se abre ante nosotros una estampa que bien podría pertenecer al mismísimo Woodstock. Una explosión psicodélica salpica el litoral, mientras permanecemos embriagado por el sonido de las guitarras y los timbales. La marihuana prácticamente se mastica a un kilómetro de distancia. Dos preciosas hippies, con apenas veinte años, sonríen al pasar por nuestro lado. Van en top less con una especie de pareo multicolor anudado en la cintura. ¡Dios existe! ¡Y vive allí, seguro!
Como perritos falderos ―reconvertidos a mastines en celo― babeamos tras las chicas hasta un lugar apartado y rodeado de rocalla. Otras tres diosas esperaban allí. Tumbadas al sol en la arena totalmente desnudas. Junto a ellas apenas se distingue a un chico escuálido, de melena rizada y renegrido por el sol. Va también desnudo y está bocabajo ojeando un viejo libro. De inmediato pensamos que se trataba del fiel amigo gay.
Deslizamos con torpe disimulo nuestras toallas al lado de las cinco chicas y el esmirriado. Para no desentonar, también nos quitamos la poca ropa que llevábamos. Era el momento justo para amortizar las horas de gimnasio y de exhibir a la impaciente y temible boa constrictor.
También bocabajo sobre la arena, nos colocamos orientados hacia ellas, escudriñando cada centímetro de su bronceada piel. Tal era el descaro, que las dos chicas con las que nos habíamos cruzado al entrar, se vieron obligadas a darnos conversación.
―Hola chicos. ¿Sois de por aquí?
―No, qué va. Somos de Sevilla… ¿Y vosotras?
―Venimos con Aníbal desde Sabadell.
Así empezamos una conversación trascendental de casi una hora, decorada con sonrisas y miradas furtivas, dando rienda suelta a la imaginación mientras nuestros culos se doraban al sol.
De repente, Aníbal, el famélico saco de huesos, se yergue ciclopeo ante nosotros. Agitando la Tierra ―cual Poseidón ante la atónita mirada de Pilos y Tebas― mostrando, con divino esplendor y absoluta desproporción, su implacable tridente. Digno de inspirar al propio Homero, se despereza ligeramente y se dispone a darse un baño… al trote. Balanceando el badajo de izquierda a derecha. De derecha a izquierda. Hacia arriba. Hacia abajo. Hasta el mismísimo Hemingway, hipnotizado por aquel colosal vaivén, dejaría de preguntarse temeroso «por quién doblan las campanas». Tras de él, el séquito de bellas ninfas danzan ante el regocijo de propios y extraños.
Aún permanecíamos boquiabiertos y con la retina golpeada por el coloso de Rodas, cuando las dos hermosas hippies salen del mar y vienen empapadas a nuestro encuentro…
―¿Os bañáis con nosotras?
Y ―con la certeza absoluta de que la boa más grande del mundo, si la colocas junto a una anaconda, no pasa de culebra de Alabama― nos apresuramos a contestar casi al unísono
―No gracias. Nosotros… ¡SOMOS PAREJA!
De lunes a sábado trabajaba de doce a catorce horas diarias en un almacén de productos cárnicos en Merca Sevilla. Las tardes las ocupaba entre el hedor del gimnasio y los apuntes del acceso a la universidad. Me levantaba a las cuatro de la mañana y llegaba a casa a las once y media de la noche. Así que el desfase del fin de semana me lo ganaba a pulso.
Dos o tres tardes a la semana, mi amigo Faco me recogía con su decrépito Citroën 2cv y entrábamos juntos al gimnasio. Nos dejábamos la piel en la tarima de tanto picarnos entre nosotros. Aunque, en realidad, lo único que nos interesaba eran las tías.
Con veintipocos años, no mal parecidos y sin un gramo de grasa en nuestros cuerpos, nos preguntábamos por qué coño no nos comíamos absolutamente nada desde hacía más de seis meses. Nada de nada.
Aquel viernes, junto al press banca, y bajo el póster de Steven Seagal, dos treintañeras no nos quitaron la vista de encima. Miraban. Sonreían. Volvían a mirar…
―¿Has visto a esas dos Faco?
―¡Vaya tetas qué tiene la morena!
―¡Qué cabrón eres! Te has fijado en la misma que yo… ¡Venga, una repetición más… qué están mirando! ¡Hoy follamos!
―¡Auumpp! ¡Ostia, un tirón! ¡Para, para! ¡Joder… puto hombro!
―Es que eres mu bestia, Faco… Metes muchos kilos, joder… Deja que te lo mire, anda.
Justo en el momento en el que comienzo a masajear el contracturado deltoides de Faco, se acercan las dos chicas y, con sus voces aterciopeladas, nos confiesan:
―¡Perdonad! Hacéis una pareja preciosa, enhorabuena por mostraros así de naturales.
Nos quedamos petrificados. Al instante, mis manos saltaron de los hombros de Faco como si el mismísimo Zeus les hubiera lanzado un rayo justiciero. Colocándonos las camisetas sabedores de que la vida nos iba en ello, exclamamos:
―¡Eh, eh… qué nosotros no somos pareja!
―¡Pues no qué nos han tomado por maricones estas tías!
Para digerir tamaño fiasco, decidimos pasar el resto del fin de semana en la playa. Siempre y cuando, claro está, el 2Cv estuviera de acuerdo. Ataviados como si perteneciéramos al mismísimo Nirvana y con media destilería de Tennessee desperdigada por los asientos traseros, nos dispusimos a emprender nuestra particular odisea.
La velocidad punta del Facotroen rara vez pasaba de 60 km/h. No tenía aire acondicionado, así que decidimos detenernos un momento en el arcén y desenrollar la capota de tela para impregnarnos de la suave brisa de aquel precioso atardecer estival. Faco llevaba un pantalón corto, una camiseta de tirantes y unas gafas redondas verdes al más puro estilo Lennon. Yo, en cambio, a medio camino entre Kurt Cobain y Bunbury, lucía un haraposo pantalón vaquero, rasgado con mil costurones, una camisa sin mangas y una cinta en el pelo.
Nada más soltar las abrazaderas de la loneta, el viento hace acto de presencia y levanta con fuerza el falso techo, haciéndolo ondear como una bandera que se pretende zafar de su mástil. Temerosos de que pudiera rajarse, empezamos a dar torpes manotazos por todo el coche. Al intentar subirme al capó, descuelgo el ya maltrecho paragolpes al usarlo como improvisado trampolín. Faco, que actúa desde el interior, pisa una botella vacía y ―viendo perdida la verticalidad― jala de la loneta como lo hiciera la de Psicosis en la ducha. ¡Zas!
En ese preciso instante, notamos a nuestras espaldas una presencia que se acerca. La guardia civil.
―Buenas tardes. ¿Tienen problemas con el vehículo? ―Nos interroga uno de ellos, al tiempo que retira bruscamente los dedos de la visera de su gorra.
―¡Qué no agente! ¡Qué no estamos haciendo na..! ―Comienza a responder Faco, con voz temblorosa y aliento a Varon Dandy.
―Nada importante... ―me apresuro a arreglar el entuerto en curso― Es que estamos asegurando la lona del vehículo para no tener problemas durante la marcha.
El cabo se acerca y, amablemente, nos ayuda a enrollar y fijar la loneta en el techo, esforzándose por no centrar la mirada en el interior del cascajo. Su compañero comienza a hablar por radio.
―!J-44… J-44! Me recibe. Cambio.
―Adelante J-44.
―No hay accidente. Repito. No hay accidente, ni heridos. Tan sólo es una pequeña avería. Cambio.
―Recibido J-44. Entiendo qué no se precisa asistencia.
―Afirmativo Central. Se trata de una pareja joven que ya reinicia su itinerario sin problemas. Cambio y corto.
―Recibido J-44. Cambio y corto.
Faco gira sin brusquedad la cabeza hacia el cabo y, con más miedo que respeto, le explica:
―¡Qué va agente! Nosotros no somos pareja.
El de la Benemérita sonríe mientras asiente discretamente con la cabeza.
Después de aquello, y viendo que caía la tarde, decidimos proseguir por carreteras secundarias. La noche nos sorprendió serpenteando entre pinos y curvas en algún lugar entre Caños de Meca y Zahara de los Atunes.
El coche tenía un problema. Otro. Si utilizábamos en exceso los frenos, las llantas de acero se ponían casi al rojo vivo. De manera que había que jugar con el freno de manos y el freno motor para detener el cacharro. Como si de un barco se tratase, tenías que calcular muy bien la velocidad y la inercia para ir reduciendo con suficiente antelación.
Después de descender por montes durante cuarenta y cinco minutos, perdíamos el control cada vez con mayor facilidad. Nos vimos obligados a detenernos en mitad de la nada. El humo de las llantas se confundía con los gases del escape. La luz de cruce y los intermitentes ―al incidir con el polvo de nuestras pisadas― formaban un extraño halo que se perdía en la oscuridad de la noche. La escena presentaba un aspecto fantasmagórico. Teníamos toda la pinta de los primeros que mueren en las películas de miedo.
Urgía salir de allí como fuese. Para ello había que refrigerar antes las llantas... y no llevábamos agua. Así que la solución se presentó de manera natural. Fisiológicamente natural. El exceso de cerveza en nuestra vejiga.
Y allí estábamos los dos. Solos. Temerosos. Con los pantalones por las rodillas, más nocturnidad que alevosía… y refrigerando como si no hubiera un mañana. Al coincidir en el mismo lateral del vehículo, Faco desvía la vista hacia mi neumático. Quiere cerciorarse de que lo hago de forma correcta. Él entiende su coche. En algún huidizo instante, fugaz, efímero… sin pretenderlo y de pasadas, ojea el género.
―Quillo, estamos claramente por encima de la media. Seguro. ¡Yo no sé que carajo quieren las tías! De verdad.
―¡Qué no Faco!, no te comas más el tarro. No tiene que ver con eso. Son rachas… Ya follaremos hombre.
―Si tú lo dices. Pero una boa es una boa ¿o no?
Un silencio breve ―no diría incómodo, más bien sorpresivo― precedió a una gran carcajada, y, conviniendo que no era el mejor momento para hablar de aquello, nos armamos de valor y retomamos el camino hacia la costa.
El gran azul se mostró por fin ante nosotros como fiel redentor. Atracamos el Facotroen cerca de una duna. Salimos con una sensación de superación difícil de explicar. Inspiramos toda la brisa marina que cabía en nuestros pulmones y nos dejamos caer sobre la arena que aún guardaba cierta tibieza. Sobre nosotros, la poderosa luna y las luces de los chiringuitos, apenas nos dejaban distinguir la multitud de estrellas de aquel cielo de junio. Nos incorporamos ligeramente y permanecimos sentados con la mirada perdida en el horizonte. Y, justo en ese idílico instante, una sombra se hace grande sobre nosotros. Una señora mayor, educada, con acento extranjero y una cámara colgada al cuello, nos interrumpe:
―Excuse me guys ... do you speak English?
―¡Qué va. Mu poco! ―Se apresura a aclarar Faco.
―!Ah! Ok. Soy fotógrafa… ¿Pueden posar en una foto para mi? Ustedes son una linda pareja en una preciosa noche.
―¡¿Qué dice esta tía?! A ver señora… ¡Qué no somos pareja! ―Replica mi compañero, elevando ligeramente el tono ante la mirada turulata de la guiri.
―Disculpe a mi amigo ―intercedo una vez más intentando suavizar la tensión― es que ya hemos empatado con el bueno de Pedro negando esta noche. No somos gais señora.
Las siguientes horas de ese intenso sábado ―empapadas en cubatas y sudor, deslumbradas por el humo y el neón― no tuvieron a bien permanecer en el recuerdo. Sí lo hizo, en cambio, aquel amanecer de domingo. Nos sorprendió junto al viejo Citroën con el sabor de la resaca en nuestra boca y la crueldad de la frustracíon en el alma… Otro sábado más sin follar. Van veinticinco.
Desayunamos en un bar de pescadores y pusimos rumbo a la playa nudista de Caños de Meca, con el silencio como nuevo tripulante.
Nada más arribar, se abre ante nosotros una estampa que bien podría pertenecer al mismísimo Woodstock. Una explosión psicodélica salpica el litoral, mientras permanecemos embriagado por el sonido de las guitarras y los timbales. La marihuana prácticamente se mastica a un kilómetro de distancia. Dos preciosas hippies, con apenas veinte años, sonríen al pasar por nuestro lado. Van en top less con una especie de pareo multicolor anudado en la cintura. ¡Dios existe! ¡Y vive allí, seguro!
Como perritos falderos ―reconvertidos a mastines en celo― babeamos tras las chicas hasta un lugar apartado y rodeado de rocalla. Otras tres diosas esperaban allí. Tumbadas al sol en la arena totalmente desnudas. Junto a ellas apenas se distingue a un chico escuálido, de melena rizada y renegrido por el sol. Va también desnudo y está bocabajo ojeando un viejo libro. De inmediato pensamos que se trataba del fiel amigo gay.
Deslizamos con torpe disimulo nuestras toallas al lado de las cinco chicas y el esmirriado. Para no desentonar, también nos quitamos la poca ropa que llevábamos. Era el momento justo para amortizar las horas de gimnasio y de exhibir a la impaciente y temible boa constrictor.
También bocabajo sobre la arena, nos colocamos orientados hacia ellas, escudriñando cada centímetro de su bronceada piel. Tal era el descaro, que las dos chicas con las que nos habíamos cruzado al entrar, se vieron obligadas a darnos conversación.
―Hola chicos. ¿Sois de por aquí?
―No, qué va. Somos de Sevilla… ¿Y vosotras?
―Venimos con Aníbal desde Sabadell.
Así empezamos una conversación trascendental de casi una hora, decorada con sonrisas y miradas furtivas, dando rienda suelta a la imaginación mientras nuestros culos se doraban al sol.
De repente, Aníbal, el famélico saco de huesos, se yergue ciclopeo ante nosotros. Agitando la Tierra ―cual Poseidón ante la atónita mirada de Pilos y Tebas― mostrando, con divino esplendor y absoluta desproporción, su implacable tridente. Digno de inspirar al propio Homero, se despereza ligeramente y se dispone a darse un baño… al trote. Balanceando el badajo de izquierda a derecha. De derecha a izquierda. Hacia arriba. Hacia abajo. Hasta el mismísimo Hemingway, hipnotizado por aquel colosal vaivén, dejaría de preguntarse temeroso «por quién doblan las campanas». Tras de él, el séquito de bellas ninfas danzan ante el regocijo de propios y extraños.
Aún permanecíamos boquiabiertos y con la retina golpeada por el coloso de Rodas, cuando las dos hermosas hippies salen del mar y vienen empapadas a nuestro encuentro…
―¿Os bañáis con nosotras?
Y ―con la certeza absoluta de que la boa más grande del mundo, si la colocas junto a una anaconda, no pasa de culebra de Alabama― nos apresuramos a contestar casi al unísono
―No gracias. Nosotros… ¡SOMOS PAREJA!
Como siempre, un gran relato sin desperdicio alguno. Muy propio de estás fechas del "Orgullo". Bravo!!
ResponderEliminarOrgullo es leer vuestros comentarios. Gracias.
EliminarHabía oído la historia muchas veces en boca de sus protagonistas...Había oído muchas veces "la mitad" de la historia. Si antes me reía al oírla, ahora que la conozco al completo me desternillo el doble.
ResponderEliminarUna vez más, "chapeau".
Si cuando la habéis leído una sonrisa ha aflorado a vuestro semblante, de verdad, de verdad, que no podéis imaginar lo que era oírla en persona.
¡¡¡Ahhh...Eran otros tiempos!!!
Jajaja... Sí, la conté cien veces... Pero siempre guardaba detalles que no me atreví a confesar. Otros tiempos, cierto, también buenos. Gracias por tus palabras.
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ResponderEliminarGenial Rojo. Una vez más para quitarse el sombrero.
Gracias Fernando por hacerme un hueco entre tantos apuntes. Me alegra que te guste.
EliminarEsta genial... Muy bueno..
ResponderEliminarMuchas gracias Pedro. Un abrazo.
EliminarJajajajajaja, no veas como me reí. Pero muy buena historia. Felicidades
ResponderEliminar¡Muchas gracias! Yo también disfruté recordándolo y redactándolo... Sin duda es una de mis preferidas.
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