Efecto mariposa
El efecto mariposa y la teoría del caos. Reconozco que la física y las matemáticas no son mi fuerte. Los que saben dicen que si en un sistema se produce una pequeña perturbación inicial, se podrá generar un efecto considerablemente grande a medio plazo mediante una especie de proceso de amplificación… aquello de «el batir de las alas de una mariposa puede provocar un huracán en otra parte del mundo».
Recuerdo la primera vez que fui a casa de Santi. Era primero de EGB. Ese día nos conocimos en el arenero del patio. Jugamos durante la media hora del recreo y nuestra amistad quedó sellada de por vida.
Su familia era muy educada. Sus gustos refinados casi chocaban en un barrio obrero como aquel. Pero lo que de verdad me llamó la atención, fue la colección de coches de metal en miniatura de mi nuevo amigo. Guisval, Majorette, Hot Wheels… ¡todos, los tenía absolutamente todos! En mi generación eras afortunado si recibías uno por tu cumpleaños. Sí, uno al año… ¡y Santi poseía estanterías repletas! Jugamos hasta que cayó la noche y su madre me arrancó de la sala de estar, donde habíamos improvisado un gigantesco circuito de carreras. Mi cara debió ser un poema. Santi se apiadó y ¡me regaló una decena de sus mejores modelos!
―¡¿En serio, tío!? ¡Guaaauuu, sin duda eres la persona más generosa y buena del mundo! ¡Gracias amigo!
Por desgracia, su madre se enteró y al día siguiente fue a hablar con la mía. Le tuve que devolver los coches entre sollozos y envueltos con la mitad de mi cándida alma. De cualquier manera, ese formidable gesto de Santi no lo olvidaría jamás.
Era mucho mejor estudiante que yo. Y bastante más paciente. Intentó hasta la saciedad que comprendiera la importancia del mínimo común múltiplo y del máximo común divisor. Recitábamos en voz alta los elementos de la tabla periódica. Me ayudó a memorizar la lista de las preposiciones.
Recuerdo al profesor enumerando las preguntas al comienzo del examen:
―Un tren sale del pueblo A al pueblo B recorriendo 80 kilómetros en una hora…
Yo rezaba para que Don Blas concluyera retándonos a calcular tan sólo la velocidad. Pero no. Tenía que salir otro puto tren del pueblo B en dirección al pueblo A y cruzarse en algún punto. Odiaba esos problemas. Desviaba la mirada y veía a Santi, con la cabeza a cuatro dedos del folio y media lengua fuera, escribiendo fórmulas y números como si no hubiera un mañana.
Al año siguiente se unió a nosotros Chema, un repetidor alto y desgarbado al que se le empezaba a insinuar un bigotillo al más puro estilo Cantinflas. Siempre vestía con unos pantalones de pana marrones, una sudadera de chándal roja y unas botas de fútbol Cejudo con tacos de aluminio. Resonaba por los pasillos cada vez que se acercaba a clase. Aquel tufo a peligrosidad le otorgaba un aire de superioridad sobre dos pardillos como nosotros. Nos embelesaba con mil y una historieta a cada cual más fantástica. Como si el año que nos sacaba de ventaja fuera toda una vida. Era cuestión de tiempo que nos convenciera para hacer rabona. Descubrir el mundo que se ocultaba tras los enchironados muros, los días entre semana de nueve a una, se estaba convirtiendo casi en una obsesión.
Al llegar la primavera, en un recreo cualquiera ―perdido entre polinomios y Reyes Godos― esperamos a que sonara la sirena de vuelta a clase. Hacíamos tiempo recortando la boca de plástico de una botella de leche. Le colocábamos un globo en un extremo y le dábamos un nuevo significado al concepto de tirachinas. Allí, sentados en un húmedo poyete de hormigón tras el gimnasio, conocíamos el gran secreto: la verja tenía suelto un par de anclajes y, si empujabas con la fuerza suficiente, cabías por el hueco. Había cambio de profesor. Con cuarenta y cinco alumnos por aula nadie nos echaría en falta. Era el momento propicio.
Nada más pisar la calle sentí que algo no iba bien. Estaba traicionando la confianza de mi madre. Un gran remordimiento me embargó. Pensé en regresar de inmediato a clase, pero la cara de satisfacción y orgullo de Santi me hizo dudar. Se lo debía. No podía defraudarlo tampoco a él. Así que fuimos al canal que había tras la vieja algodonera y estuvimos cazando zapateros y ranas hasta que salieron el resto de los compañeros. Esa fue toda la aventura.
Un curso más tarde, Chema se negó a repetir de nuevo y se fue a trabajar de camarero en un bar. Le perdimos la pista.
Aquel verano decidimos presentarnos a las pruebas de selección para el equipo infantil de fútbol del barrio. Veinticinco plazas para más de cien niños. Santi no pasó el corte. Yo estaba triste. Por primera vez desde que nos conocimos haríamos algo por separado. A él no pareció afectarle demasiado.
De camino a casa, un señor baja de un flamante Seat 131 Supermirafiori. Camina un par de pasos y se le cae la cartera justo delante de nuestras narices. No se da cuenta. Santi se apresura a cogerla. La toma entre sus manos, cubiertas aún por el sudor y el albero del polideportivo. Me mira. Unos segundos. Una eternidad. Lo que dura una duda. Después gira la cabeza y observa como el señor dobla la esquina y se pierde entre los locales comerciales.
―¡¿Qué haces tío?! ¡Devuélvele la cartera!
―¡¿Estás loco Juan?! ¡Aquí hay por lo menos dos mil pelas, tío!
Tal vez fueran tan sólo chiquilladas. Pero se iban acumulando y eso empezó a distanciarnos.
Una tarde, al salir del entrenamiento, me encontré con la pandilla reunida en el parque. Habían descubierto que una de las vitrinas del quiosco de chucherías no tenía puesto el cerrojo. Mientras uno pedía la golosina más escondida, otro aprovechaba el descuido de la vendedora para abrirla y robar lo que pudiera. Tenían canicas, sacapuntas, gomas de borrar, un trompo… pequeñas cosas. Santi me clavó su mirada y me retó. Era mi turno. Todos habían cogido algo. ¿Sería yo el único gallina del grupo?
Uno de ellos se acercó a la ventanilla del quiosco y pidió un sobre de Montaplex. La chica volvió a girarse. Entonces lo hice. Deslicé con cuidado la vitrina y busqué en su interior. Ya no quedaban artículos pequeños. Fijé la vista en un camión de acero con remolque de Guisval, como aquellos que coleccionaba Santi. No lo tenía claro. Era demasiado grande y costoso. Pero, al final, lo cogí.
Como almas que lleva el diablo, salimos corriendo hasta un grupo de adelfas que acostumbraban a brindar amparo a nuestras fechorías. Cuando mis amigos vieron el botín en mis manos, me censuraron al instante. Seguro que algo así lo echarían en falta y vendrían a por nosotros con la policía. Sin duda me había pasado. Huyeron despavoridos. Todos menos Santi. El tan sólo sonrió con un extraño gesto de admiración. En ese momento volví a sentir la misma sensación que el día en que hicimos rabona. Los remordimientos me hicieron esconder el juguete en el fondo del trastero. Jamás jugué con él. Ni siquiera lo saqué de la caja. Representaba todo lo que no quería ser en esta vida.
El instituto y las primeras novias nos fueron dispersando poco a poco. Cada vez era más difícil reunirse. Seguía pasando por el mismo parque cada día después de los entrenamientos. Pero ya no paraba. Alzaba la mano y saludaba de lejos al grupo. Santi levantaba el litro de cerveza como si celebrara un triunfo y me devolvía el saludo mientras le pasaban el porro.
Poco después supe que andaba metido en temas algo más turbios. La policía lo buscaba por un atraco con intimidación, o algo así. Para aquel entonces la heroína era su nuevo mejor amigo. Ya no era Santi. Todos lo conocían ahora como «El Chato».
La última vez que vi a Santi fue con dieciocho años. Yo Llevaba dos trabajando en un hipermercado a unos tres kilómetros de mi casa. Al salir del turno, atravesaba a pie un campo de cardos borriqueros por una especie de sendero, que desembocaba en el canal donde cazábamos zapateros y ranas, junto a la vieja algodonera. Un día, ya anocheciendo, un chico caquéctico emergió de entre los arbustos y me asaltó. Era Santi. Tardó varios segundos en reconocerme. Yo, pese a que le faltaban varias piezas dentarias y un esbozo de barba pretendía ocultar su rostro, lo reconocí al instante. Llevaba un estuche de destornilladores que había robado de la gasolinera. Pretendía vendérmelos. Le dije que no los necesitaba. Ni siquiera me dio tiempo a preguntarle cómo estaba. Me sacó una navaja y me amenazó. Si decía que lo había visto, me buscaría y me rajaría. Esa fue toda la conversación. Volvió a desvanecerse entre la maleza.
Unos meses después, lo encontraron muerto en un portal de un edificio en construcción al final del barrio. Tenía casi veinte años, un millón de sueños y un montón de nada atravesándole las venas. Había vivido justo lo suficiente para ver como la vida le estafó. Y todavía hoy, cuando paseo por el barrio y paso junto al parque, sigo preguntándome en qué momento batió sus alas aquella mariposa al otro lado del mundo.
Recuerdo la primera vez que fui a casa de Santi. Era primero de EGB. Ese día nos conocimos en el arenero del patio. Jugamos durante la media hora del recreo y nuestra amistad quedó sellada de por vida.
Su familia era muy educada. Sus gustos refinados casi chocaban en un barrio obrero como aquel. Pero lo que de verdad me llamó la atención, fue la colección de coches de metal en miniatura de mi nuevo amigo. Guisval, Majorette, Hot Wheels… ¡todos, los tenía absolutamente todos! En mi generación eras afortunado si recibías uno por tu cumpleaños. Sí, uno al año… ¡y Santi poseía estanterías repletas! Jugamos hasta que cayó la noche y su madre me arrancó de la sala de estar, donde habíamos improvisado un gigantesco circuito de carreras. Mi cara debió ser un poema. Santi se apiadó y ¡me regaló una decena de sus mejores modelos!
―¡¿En serio, tío!? ¡Guaaauuu, sin duda eres la persona más generosa y buena del mundo! ¡Gracias amigo!
Por desgracia, su madre se enteró y al día siguiente fue a hablar con la mía. Le tuve que devolver los coches entre sollozos y envueltos con la mitad de mi cándida alma. De cualquier manera, ese formidable gesto de Santi no lo olvidaría jamás.
Era mucho mejor estudiante que yo. Y bastante más paciente. Intentó hasta la saciedad que comprendiera la importancia del mínimo común múltiplo y del máximo común divisor. Recitábamos en voz alta los elementos de la tabla periódica. Me ayudó a memorizar la lista de las preposiciones.
Recuerdo al profesor enumerando las preguntas al comienzo del examen:
―Un tren sale del pueblo A al pueblo B recorriendo 80 kilómetros en una hora…
Yo rezaba para que Don Blas concluyera retándonos a calcular tan sólo la velocidad. Pero no. Tenía que salir otro puto tren del pueblo B en dirección al pueblo A y cruzarse en algún punto. Odiaba esos problemas. Desviaba la mirada y veía a Santi, con la cabeza a cuatro dedos del folio y media lengua fuera, escribiendo fórmulas y números como si no hubiera un mañana.
Al año siguiente se unió a nosotros Chema, un repetidor alto y desgarbado al que se le empezaba a insinuar un bigotillo al más puro estilo Cantinflas. Siempre vestía con unos pantalones de pana marrones, una sudadera de chándal roja y unas botas de fútbol Cejudo con tacos de aluminio. Resonaba por los pasillos cada vez que se acercaba a clase. Aquel tufo a peligrosidad le otorgaba un aire de superioridad sobre dos pardillos como nosotros. Nos embelesaba con mil y una historieta a cada cual más fantástica. Como si el año que nos sacaba de ventaja fuera toda una vida. Era cuestión de tiempo que nos convenciera para hacer rabona. Descubrir el mundo que se ocultaba tras los enchironados muros, los días entre semana de nueve a una, se estaba convirtiendo casi en una obsesión.
Al llegar la primavera, en un recreo cualquiera ―perdido entre polinomios y Reyes Godos― esperamos a que sonara la sirena de vuelta a clase. Hacíamos tiempo recortando la boca de plástico de una botella de leche. Le colocábamos un globo en un extremo y le dábamos un nuevo significado al concepto de tirachinas. Allí, sentados en un húmedo poyete de hormigón tras el gimnasio, conocíamos el gran secreto: la verja tenía suelto un par de anclajes y, si empujabas con la fuerza suficiente, cabías por el hueco. Había cambio de profesor. Con cuarenta y cinco alumnos por aula nadie nos echaría en falta. Era el momento propicio.
Nada más pisar la calle sentí que algo no iba bien. Estaba traicionando la confianza de mi madre. Un gran remordimiento me embargó. Pensé en regresar de inmediato a clase, pero la cara de satisfacción y orgullo de Santi me hizo dudar. Se lo debía. No podía defraudarlo tampoco a él. Así que fuimos al canal que había tras la vieja algodonera y estuvimos cazando zapateros y ranas hasta que salieron el resto de los compañeros. Esa fue toda la aventura.
Un curso más tarde, Chema se negó a repetir de nuevo y se fue a trabajar de camarero en un bar. Le perdimos la pista.
Aquel verano decidimos presentarnos a las pruebas de selección para el equipo infantil de fútbol del barrio. Veinticinco plazas para más de cien niños. Santi no pasó el corte. Yo estaba triste. Por primera vez desde que nos conocimos haríamos algo por separado. A él no pareció afectarle demasiado.
De camino a casa, un señor baja de un flamante Seat 131 Supermirafiori. Camina un par de pasos y se le cae la cartera justo delante de nuestras narices. No se da cuenta. Santi se apresura a cogerla. La toma entre sus manos, cubiertas aún por el sudor y el albero del polideportivo. Me mira. Unos segundos. Una eternidad. Lo que dura una duda. Después gira la cabeza y observa como el señor dobla la esquina y se pierde entre los locales comerciales.
―¡¿Qué haces tío?! ¡Devuélvele la cartera!
―¡¿Estás loco Juan?! ¡Aquí hay por lo menos dos mil pelas, tío!
Tal vez fueran tan sólo chiquilladas. Pero se iban acumulando y eso empezó a distanciarnos.
Una tarde, al salir del entrenamiento, me encontré con la pandilla reunida en el parque. Habían descubierto que una de las vitrinas del quiosco de chucherías no tenía puesto el cerrojo. Mientras uno pedía la golosina más escondida, otro aprovechaba el descuido de la vendedora para abrirla y robar lo que pudiera. Tenían canicas, sacapuntas, gomas de borrar, un trompo… pequeñas cosas. Santi me clavó su mirada y me retó. Era mi turno. Todos habían cogido algo. ¿Sería yo el único gallina del grupo?
Uno de ellos se acercó a la ventanilla del quiosco y pidió un sobre de Montaplex. La chica volvió a girarse. Entonces lo hice. Deslicé con cuidado la vitrina y busqué en su interior. Ya no quedaban artículos pequeños. Fijé la vista en un camión de acero con remolque de Guisval, como aquellos que coleccionaba Santi. No lo tenía claro. Era demasiado grande y costoso. Pero, al final, lo cogí.
Como almas que lleva el diablo, salimos corriendo hasta un grupo de adelfas que acostumbraban a brindar amparo a nuestras fechorías. Cuando mis amigos vieron el botín en mis manos, me censuraron al instante. Seguro que algo así lo echarían en falta y vendrían a por nosotros con la policía. Sin duda me había pasado. Huyeron despavoridos. Todos menos Santi. El tan sólo sonrió con un extraño gesto de admiración. En ese momento volví a sentir la misma sensación que el día en que hicimos rabona. Los remordimientos me hicieron esconder el juguete en el fondo del trastero. Jamás jugué con él. Ni siquiera lo saqué de la caja. Representaba todo lo que no quería ser en esta vida.
El instituto y las primeras novias nos fueron dispersando poco a poco. Cada vez era más difícil reunirse. Seguía pasando por el mismo parque cada día después de los entrenamientos. Pero ya no paraba. Alzaba la mano y saludaba de lejos al grupo. Santi levantaba el litro de cerveza como si celebrara un triunfo y me devolvía el saludo mientras le pasaban el porro.
Poco después supe que andaba metido en temas algo más turbios. La policía lo buscaba por un atraco con intimidación, o algo así. Para aquel entonces la heroína era su nuevo mejor amigo. Ya no era Santi. Todos lo conocían ahora como «El Chato».
La última vez que vi a Santi fue con dieciocho años. Yo Llevaba dos trabajando en un hipermercado a unos tres kilómetros de mi casa. Al salir del turno, atravesaba a pie un campo de cardos borriqueros por una especie de sendero, que desembocaba en el canal donde cazábamos zapateros y ranas, junto a la vieja algodonera. Un día, ya anocheciendo, un chico caquéctico emergió de entre los arbustos y me asaltó. Era Santi. Tardó varios segundos en reconocerme. Yo, pese a que le faltaban varias piezas dentarias y un esbozo de barba pretendía ocultar su rostro, lo reconocí al instante. Llevaba un estuche de destornilladores que había robado de la gasolinera. Pretendía vendérmelos. Le dije que no los necesitaba. Ni siquiera me dio tiempo a preguntarle cómo estaba. Me sacó una navaja y me amenazó. Si decía que lo había visto, me buscaría y me rajaría. Esa fue toda la conversación. Volvió a desvanecerse entre la maleza.
Unos meses después, lo encontraron muerto en un portal de un edificio en construcción al final del barrio. Tenía casi veinte años, un millón de sueños y un montón de nada atravesándole las venas. Había vivido justo lo suficiente para ver como la vida le estafó. Y todavía hoy, cuando paseo por el barrio y paso junto al parque, sigo preguntándome en qué momento batió sus alas aquella mariposa al otro lado del mundo.
Conmovedor pero real como la vida misma. Sigue habiendo magia en tus palabras. No dejes nunca de escribir.
ResponderEliminar¡Gracias..! Haré lo que pueda. Prometido.
EliminarMe he sentido identificado en la lectura. Misma vivencia, calcada. Lo que es la vida...
ResponderEliminarDe todo esto que transmites se denota tu buenismo.
Eres un crack!
Muchas gracias amigo. Por todo.
EliminarMe quedé sin palabras al terminar de leer este relato. Por favor no dejes de escribir
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras. Ayudan a seguir.
ResponderEliminarQue bonito "Alfonso". Me ha encantado y emocionado.
ResponderEliminar