Noche de difuntos
Tras ser rechazado como boina verde, me destinaron al Regimiento de Infantería número 50, en la isla de Gran Canaria. Mi nuevo destino sería la unidad antiaérea. Portaría un cañón ligero Oerlikon de 20 mm en la trasera de mi Land Rover 109.
Por suerte, la mitad del año estaba en reparación. Así que nos reinventaron como unidad avanzada de reconocimiento. Algo más acorde con mis inquietudes.
Aquella debía ser una maniobra más. Un ejercicio contra fuerzas especiales de infantería de marina. Buscaríamos un punto estratégico de posible desembarco enemigo, para posteriormente neutralizar la amenaza.
Salimos del campamento base y caminamos unos treinta kilómetros. Nuestro destino era la Montaña de Arinaga en Agüimes, al sureste de la isla. Su empinada ladera volcánica caía de forma vertiginosa hasta encontrarse con el azul del océano, ya anaranjado con el agónico resplandor del atardecer. Esa parte de la montaña estaba repleta de galerías, cuevas y barracones, que fueron construidos para uso militar al final de la Guerra Civil. Improvisamos nuestro campamento sobre los restos de la antigua Batería de Aguinaga, justo debajo de las ruinas de un viejo búnker que ofrecía unas espectaculares vistas al océano.
Desde allí haríamos guardias en turnos de dos horas. Me tocó el segundo turno. Era una noche sin luna, con una oscuridad sobrecogedora. El viento soplaba con violencia y la temperatura descendió más de lo habitual. No podíamos descubrir nuestra posición con ningún tipo de iluminación y mucho menos con fuego. Lo que nos obligó a refugiarnos en el interior de una galería subterránea que se utilizaba para guardar la munición. Accedimos desde una especie de trampilla que había detrás de las trincheras. Estas zanjas tenían casi dos metros de altura en su zona máxima y apenas el ancho de nuestros hombros. Estaban comunicadas entre sí como un pequeño laberinto de arena y piedra, abriéndose hacia una plataforma de hormigón. Eran perfectas como taquillas y despensa, ya que podíamos movernos por su interior sin ser vistos por el enemigo. El problema era que se encontraban a la intemperie, así que usar aquel cuarto subterráneo como dormitorio fue una elección fácil.
A la una de la mañana me tocó subir al búnker para relevar a mi compañero. Apenas veía más allá de mis botas. El viento racheado levantaba la arena en forma de fino polvo, al tiempo que descubría el fondo volcánico de la montaña. Se me metía en los ojos. Los entornaba e intentaba girar la cabeza. Una mano fijaba con fuerza el casco hasta casi aplastarme la nariz. La otra sujetaba el fusil, un cetme tipo C perfectamente engrasado y listo para la acción. El terreno escarpado me hacía resbalar cada dos pasos, golpeando una y otra vez mi mano helada, que quedaba aprisionada entre el chopo y la roca.
Agradecí el resguardo del puesto de vigía. Sin novedades durante el turno anterior.
Si hubiera querido entrar un regimiento entero no me hubiera percatado hasta tenerlo delante. Lo único que se podía intuir en la distancia era la espuma blanca de las olas que morían en la playa. A mis pies varias colillas de distintas marcas de tabaco: Krüger, Mecánicos, Celtas... Me interesaban lo emboquillados, ya que utilizaba estas emponjas para introducirlas por la bocacha apagallamas del cetme y preteger del polvo el interior del cañón.
Tras la primera hora, el viento dejó paso a una extraña neblina que sumergió el paisaje en un escenario espectral. Con la vista ya acomodada a la oscuridad, distingo ―a unos diez o doce metros― la figura de un militar que no alcanzo a reconocer. Está quieto y me mira. No avanza. Su uniforme es antiguo. Lleva el brazo derecho vendado y en cabestrillo. Aún faltan veinte minutos para mi relevo. Me aseguro mirando la pantalla quebrada de mi viejo Casio. Cuando alzo la vista para pedirle santo y seña, ya no está. Mi pelotón era como un cajón de sastre repleto de yonkis y delincuentes, así que supuse que alguno habría salido a intentar aliviar el mono.
El siguiente vigía, mi relevo, no tardó en llegar.
―¡Ya era hora, mamón..! ¿Quién se ha jodido el brazo? ―pregunté con ligero tono jocoso.
―¡Yo qué sé, tío... Estaba frito! ―me despacha rápido, mientras ataja hacia la plataforma circular de hormigón que nos presta asiento.
Al descender desde el búnker me encuentro al cabo saliendo de la trampilla de la galería. Me pide que le acompañe a las trincheras a por abrigo. La temperatura sigue cayendo. Los demás duermen. Camino detrás de él. No se ve nada. La neblina es ya niebla. Se nota en la densidad del aire, ahora mucho más húmedo, haciendo consciente nuestra respiración. El cabo entra en la zanja. Camina apenas tres pasos y se detiene de forma brusca. Le sigo tan de cerca que choco contra él. Ésta helado. Rígido. Cae hacia atrás como una lápida. Mis brazos y muslos impiden que se estrelle contra la roca. Su cara pálida no tiene expresión. Los ojos vueltos. Sé que respira al ver el vaho salir de su boca ligeramente entreabierta. Levanto la vista y veo a una señora suspendida al final del pasillo. Sus pies no tocan el suelo. Lleva un camisón amplio que oscila sin ninguna armonía. Desprende una luz tenue que se confunde con la niebla. Me mira. Quiero apartar la vista. Imposible. Un gélido y continuo jadeo mantiene el latido desbocado dentro de mi pecho. Se gira y se desvanece entre las zanjas. El cabo me agarra por la nuca con un brazo. Con el otro me aprieta la mano, me clava las uñas con fuerza y me grita:
-¡Busca a su hijo, A SU HIJOOOOO..! ¡LE HAN HERIDO EN UN BRAZO!
Por suerte, la mitad del año estaba en reparación. Así que nos reinventaron como unidad avanzada de reconocimiento. Algo más acorde con mis inquietudes.
Aquella debía ser una maniobra más. Un ejercicio contra fuerzas especiales de infantería de marina. Buscaríamos un punto estratégico de posible desembarco enemigo, para posteriormente neutralizar la amenaza.
Salimos del campamento base y caminamos unos treinta kilómetros. Nuestro destino era la Montaña de Arinaga en Agüimes, al sureste de la isla. Su empinada ladera volcánica caía de forma vertiginosa hasta encontrarse con el azul del océano, ya anaranjado con el agónico resplandor del atardecer. Esa parte de la montaña estaba repleta de galerías, cuevas y barracones, que fueron construidos para uso militar al final de la Guerra Civil. Improvisamos nuestro campamento sobre los restos de la antigua Batería de Aguinaga, justo debajo de las ruinas de un viejo búnker que ofrecía unas espectaculares vistas al océano.
Desde allí haríamos guardias en turnos de dos horas. Me tocó el segundo turno. Era una noche sin luna, con una oscuridad sobrecogedora. El viento soplaba con violencia y la temperatura descendió más de lo habitual. No podíamos descubrir nuestra posición con ningún tipo de iluminación y mucho menos con fuego. Lo que nos obligó a refugiarnos en el interior de una galería subterránea que se utilizaba para guardar la munición. Accedimos desde una especie de trampilla que había detrás de las trincheras. Estas zanjas tenían casi dos metros de altura en su zona máxima y apenas el ancho de nuestros hombros. Estaban comunicadas entre sí como un pequeño laberinto de arena y piedra, abriéndose hacia una plataforma de hormigón. Eran perfectas como taquillas y despensa, ya que podíamos movernos por su interior sin ser vistos por el enemigo. El problema era que se encontraban a la intemperie, así que usar aquel cuarto subterráneo como dormitorio fue una elección fácil.
A la una de la mañana me tocó subir al búnker para relevar a mi compañero. Apenas veía más allá de mis botas. El viento racheado levantaba la arena en forma de fino polvo, al tiempo que descubría el fondo volcánico de la montaña. Se me metía en los ojos. Los entornaba e intentaba girar la cabeza. Una mano fijaba con fuerza el casco hasta casi aplastarme la nariz. La otra sujetaba el fusil, un cetme tipo C perfectamente engrasado y listo para la acción. El terreno escarpado me hacía resbalar cada dos pasos, golpeando una y otra vez mi mano helada, que quedaba aprisionada entre el chopo y la roca.
Agradecí el resguardo del puesto de vigía. Sin novedades durante el turno anterior.
Si hubiera querido entrar un regimiento entero no me hubiera percatado hasta tenerlo delante. Lo único que se podía intuir en la distancia era la espuma blanca de las olas que morían en la playa. A mis pies varias colillas de distintas marcas de tabaco: Krüger, Mecánicos, Celtas... Me interesaban lo emboquillados, ya que utilizaba estas emponjas para introducirlas por la bocacha apagallamas del cetme y preteger del polvo el interior del cañón.
Tras la primera hora, el viento dejó paso a una extraña neblina que sumergió el paisaje en un escenario espectral. Con la vista ya acomodada a la oscuridad, distingo ―a unos diez o doce metros― la figura de un militar que no alcanzo a reconocer. Está quieto y me mira. No avanza. Su uniforme es antiguo. Lleva el brazo derecho vendado y en cabestrillo. Aún faltan veinte minutos para mi relevo. Me aseguro mirando la pantalla quebrada de mi viejo Casio. Cuando alzo la vista para pedirle santo y seña, ya no está. Mi pelotón era como un cajón de sastre repleto de yonkis y delincuentes, así que supuse que alguno habría salido a intentar aliviar el mono.
El siguiente vigía, mi relevo, no tardó en llegar.
―¡Ya era hora, mamón..! ¿Quién se ha jodido el brazo? ―pregunté con ligero tono jocoso.
―¡Yo qué sé, tío... Estaba frito! ―me despacha rápido, mientras ataja hacia la plataforma circular de hormigón que nos presta asiento.
Al descender desde el búnker me encuentro al cabo saliendo de la trampilla de la galería. Me pide que le acompañe a las trincheras a por abrigo. La temperatura sigue cayendo. Los demás duermen. Camino detrás de él. No se ve nada. La neblina es ya niebla. Se nota en la densidad del aire, ahora mucho más húmedo, haciendo consciente nuestra respiración. El cabo entra en la zanja. Camina apenas tres pasos y se detiene de forma brusca. Le sigo tan de cerca que choco contra él. Ésta helado. Rígido. Cae hacia atrás como una lápida. Mis brazos y muslos impiden que se estrelle contra la roca. Su cara pálida no tiene expresión. Los ojos vueltos. Sé que respira al ver el vaho salir de su boca ligeramente entreabierta. Levanto la vista y veo a una señora suspendida al final del pasillo. Sus pies no tocan el suelo. Lleva un camisón amplio que oscila sin ninguna armonía. Desprende una luz tenue que se confunde con la niebla. Me mira. Quiero apartar la vista. Imposible. Un gélido y continuo jadeo mantiene el latido desbocado dentro de mi pecho. Se gira y se desvanece entre las zanjas. El cabo me agarra por la nuca con un brazo. Con el otro me aprieta la mano, me clava las uñas con fuerza y me grita:
-¡Busca a su hijo, A SU HIJOOOOO..! ¡LE HAN HERIDO EN UN BRAZO!
Me encanta, un relato muy propio para esta noche. No me canso de leer tus historias.
ResponderEliminarGracias. Mientras eso pase, tampoco yo me cansaré de escribirlas.
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